No hay nada que me guste más que dar de comer a un niño. Me encantan los bebés que se balancean contentos en sus tronas, los baberos que huelen a fruta triturada, las madres que sacan pecho en cualquier esquina. La memoria nos devuelve envuelta en vapores de afecto los sabores de las primeras sopas, las imágenes de pollos descomunales  que se doraban en el horno, la harina que salpicaba los mármoles en los días de fiesta, los borbotones de las ollas navideñas…

Comiendo empezamos nuestra andadura y comiendo compartimos el legado de nuestros ancestros, nos comunicamos, observamos el mundo, lo digerimos, lo interpretamos y lo trasladamos a las generaciones venideras. Somos un eslabón en esta cadena de hambrientos que llegan y se va de este mundo con una mano temblorosa que levanta una cuchara.

Tal vez por eso quiero que mis hijos compartan conmigo el espacio de la cocina, que valoren el esfuerzo de una buena comida familiar, que la interpreten como una pequeña comunión diaria en la que ellos son partícipes y no simples destinatarios. Hay tantos colores, tantos aromas, tantos sabores nuevos sobre la mesa, tantos placeres a nuestro alcance que ningún niño medianamente adiestrado se resistirá a  redondear la masa de  unas albóndigas a la jardinera, a moldear unas croquetas de jamón  o, incluso, para los más mayorcitos, a preparar la mise en place de una ratatouille.

¿Si lo puede hacer un ratoncito, por qué no un niño de 11 años?