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Biografía

DESAYUNO CON CROISSANTS DE MANTEQUILLA

BREAKFAST AT TIFFANY'S, Audrey Hepburn, 1961

BREAKFAST AT TIFFANY’S, Audrey Hepburn, 1961

Aunque la dieta mediterránea haya ganado por goleada, aunque los legisladores de todo lo legislable nos obliguen a desayunar pan con tomate y aceite de oliva, aunque me torturen y me lancen al infierno de la dieta eterna, nunca renunciaré a un buen croissant de mantequilla. Al fin y al cabo, si hasta la inefable y escuálida Audrey Hepburn se zampaba una de estas delicias frente al escaparte de Tiffany’s con aquella elegante languidez que la encumbró al olimpo de las mujeres más bellas, ¿por qué no puedo yo comerme un dulcecito vienés sin sentirme culpable? El sectarismo de los sin grasa, sin carne, sin azúcar, sin lactosa y sin ganas de vivir empieza a hincharme ya un poco las narices, más que las nalgas.

Ego confesso, pues, que me encanta la mantequilla- la normanda, la bretona con  Fleur du sel de Guérande, la cántabra y la soriana-  envuelta en masa de harina esponjosa -ni muy dura, ni muy elástica-; me encanta cómo huelen esos  hornos donde se doran las nuevas lunas crecientes, los bistrots parisinos donde  la bollería duerme en cestitas de mimbre y los camareros antipáticos se llaman garçon, la película Amelie y la vinagreta con mostaza de Dijon.

Y es que seguro que el lector cree  a estas alturas que el croissant es un invento francés cuando en realidad procede de la Viena del S.XVII. Esta masa deliciosa con forma de media luna es  un símbolo de la victoria de la Cristiandad contra el turco que, en 1683, amenazaba la ciudad del imperio Austro-húngaro. Las tropas del  gran visir Mustafá Pachá socavaban  por la noche los terrenos circundantes a la ciudad- un butrón musulmán, más o menos-  como único modo de penetrar en el recinto amurallado.  Pero, he aquí que los panaderos y pasteleros de la ciudad austríaca, que también trabajaban a esas horas, oyeron las palas y los picos de los otomanos y avisaron a las tropas de Leopoldo I que pudieron  de este modo sorprender  y evitar el asedio turco a la ciudad. En agradecimiento, el emperador les concedió honores y privilegios; el derecho de usar espada al cinto fue el más apreciado. Y los panaderos,  a su vez, elaboraron, con  gran éxito de crítica y público, esta media luna de masa mantecosa y un punto dulzona.

Y digo todo esto, porque hace pocos días tuve el placer de probar una variedad de croissants deliciosos preparados por el chef portugués Fernando Salgado a  lo largo de un seminario ofrecido por Espai Sucre para periodistas y profesionales del sector. Fernando conocía a la perfección la materia que utilizaba- ayudado, eso si, por tecnología puntera por lo que respecta a hornos y batidoras- y dejó entrever ese carácter imaginativo y especial que hace de la pastelería portuguesa una de las mejores del mundo. No en vano, los lusos unieron a su ya rica repostería de origen árabe las frutas exóticas, el cacao y el azúcar de sus nuevas colonias en ultramar (Ah! los galaos de Odeceixe con boliños de queixo crema,  los pastéis de Belém en Lisboa…)

Así, un pastelero lisboeta, una escuela catalana y un croissant vienés hicieron las delicias de esta que  narra limpiándose  aún la comisura de los labios : croissants tiernos, templaditos, rellenos de cremas pasteleras, cremas con zumo de albaricoque, maracuyá o naranja, cremas de almendra con un punto de ron y vainilla, con miel y almendras,  de coco, pasas, manzanas y naranjas confitadas, pralinés de avellanas, de plátano con algo de coco y una pizca de curry, de peras con chocolate, trenzas de masa de croissant y tartaletas con crema pastelera y una florecilla de frambuesa.

Toda una tarde dedicada al hedonismo, al dolce farniente, la gula y el recuerdo de mi madre que no se cansaba jamás de traer cada mañana  a casa pan caliente y croissants.

A María Parra; que no era ni francesa, ni portuguesa, ni austríaca,  ni catalana.


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Por Ines Butrón
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