Amanece en el Village de Brocois a las seis de la mañana con algunas nubes bajas algo deshilachadas. La noche lo empapó todo con chaparrones oscuros, pero el sol se impone alpino y majestuoso, lento como una vaca, redondo como queso suizo.
Imagen: Vaca Frisona: http://www.guiamaximin.com/noticias-primaverales-rubaiyat-madrid.html/vaca-frisona-abril
Estoy en Le Gruyère, patria del conde que le plantó cara al oso de Berna, señor de un castillo que habitó la bella Lucía, la sonrisa de un mundo feudal que se refugió en las queserías y las armaduras de las vitrinas. La gruya blanca sobre fondo rojo se mueve al son de este viento que desciende des Alpages. Retozo en mi couette blanca y algodonosa unos últimos minutos, mirando las vigas de abeto que me abrigaron durante la noche.
Nuestro desayuno es romántico, coqueto como casita de muñecas, lleno de calanchoes floridos, clivias, bonjours monsieur, bon appétit madame, cantarinas fuentes que sonríen al ritmo de las cafeteras y esconden un enanito bajo un seta de forêt (vigilante en tiempo de espárragos y colmenillas ) Sobre tapetitos de hilo, los platos de porcelana inglesa albergan mantequillas, mermeladas tricolor, quesos, panes trenzados, croissants, leche y embutidos de la región. Nos vamos a la montaña, señora Johanna Spyri . Me voy siguiendo el rastro de un queso: le Gruyère d’Alpage. Y puede que algo más…….
Imagen: Gruyère d’Alpage: http://www.buttay-affineur.fr/repertoire/images/
Se estrecha el camino y cruje bajo las ruedas de este coche-queso un puente de madera que envejece a su ritmo. Philippe, miembro de la Interprofession du Gruyère, señala con el dedo casitas de madera donde otean banderas suizas y lactófilas. Los abetos, rígidos como guardia suiza, alargan sus ramas hasta el borde mismo de la carretera. Me miran desde el fondo del tronco y temo un manotazo de pesadilla infantil. Los Alpes blanquísimos dibujan la línea del horizonte. Las vacas, con la pachorra del rumiante, mugen entre margaritas y flores de edelweiss, las ubres bien llenas, desparramadas por el prado; se oye el escándalo de los cencerros, se huele el metano rompiendo el aire finísimo. Un jardinero muy fiel ha recortado el pasto una y otra vez, con perfección de monje barbero. El gobierno suizo quiere que su patria sea un vergel; sólo las moscas, señoras de las vacas, escapan a la pulcritud de un país que huele a leche cruda.
Con precisión de relojero, el quesero ha empezado la mañana extrayendo una muestra de la leche fresca para comprobar que nada estropeará el producto final: ni pastos ensilados, ni antibióticos, ni una brizna sucia colgando de la teta vacuna. Todo como antaño. Dos calderos de cobre sobre fuego de abeto empiezan a calentar la leche hasta que llegue el momento de echar el cuajo natural. A partir de ahí, rutina del lácteo más preciado: cuajada que se remueve una y otra vez, vigilancia del grano, pequeñito y regular, recoger con la tela la cantidad de cuajada que llenará el molde, suero chorreando por todas partes, vapor caliente que quema las manos que se han de empapar en agua fría una y otra vez, baño de salmuera y la oscuridad de una cave à fromage donde el quesero vigilará a cada una de sus criaturas dos veces por día. Les dará la vuelta, los catará, los mimará, respirará con resignación el aire amoniacal que destilan los quesos en proceso de maduración.
Imagen: http://www.myswitzerland.com/es/quesos-suizos.html
Nuestro quesero es a la vez dueño de sus animales y maestro affineur de fromage, brazo ejecutor, pedazo de tierra estercolada con orgullo, campo y campesino, y padre de la petite Mathilde.
Diez años lleva Mathilde entre la montaña y el valle, el colegio y la quesería, dibujando con rotuladores suizos corazones y flores entre botes de mantequilla, quesos de Alpages frescos, blancos como nubes de Heidi, pan amasado por maman. Mathilde hizo la primera comunión el año pasado y le regalaron una cuchara de madera grabada con la imagen de un gatito que ahora me presta para que me sirva la crème double con la que enriqueceré este café que ella misma ha preparado.
He servido este Gruyère d’ Alpage en mi mesa y me han preguntado a qué sabe: tiene el sabor de los besitos de la pequeña Mathilde.