La Ría de Odeceixe sigue creciendo alimentada por el océano desbocado de la tarde. Los niños chillan ¡A agua é muito fría! y corren por una orilla helada que todo lo engulle. La gente sujeta su sombrilla, presta a ser gaviota de tela. Los cangrejos se han escondido en los agujeros negros del acantilado, los maizales se doblan con el viento, el burro se queda impasible porque su pobre juicio le anuncia que el rugir del Atlántico es sólo pasajero. Agacha las orejas y come verdolaga como si tal. Una marea más.
Los surfistas me dan envidia, parecen esbeltos peces negros enfundados en piel de neopreno. No sienten el frío, ni el terror. Alguien debería enseñarles humildad. Se apoyan en la endeble tabla salvadora y comen la sopa del día, la calentita sopa de peixe al caer la tarde con una gran rebanada de pan alentejano, alguna tosta de frango que preparó Dorita en su precaria pensión colgada sobre el acantilado, un zumo de naranja y de ananás para refrescar el salitre adherido al paladar. Nos abrigamos, buscamos refugio del viento; del mundo entero.
Un molino, que no es manchego, se ha quedado petrificado en lo alto de esta colina que vio bajar una ría navegable en tiempos de dominación árabe. Otrora, pieza imprescindible para moler el cereal con el crecieron- poco, poquísimo- estos alentejanos de sombrero negro que husmean el fluir de la minúscula plaza y hoy, souvenir para familias agradecidas.
La noche cae en picado en las terrazas de Odeceixe y humedece las largas hileras de sábanas blancas, los mantelitos bordados de gallitos mudos. El parque natural del sudoeste del Alentejo Costa Vicentina es goloso, como todo Portugal. Recuerda sus años de gloria en ultramar, su herencia árabe y la fusiona en dulces llenos de frutas, azúcar, miel, huevos, masas fritas u horneadas; orondas, espléndidas. Los cafés se empiezan a llenar de galaos y bolos de amendoas, algún pastel de algarroba y de higos que el alentejano ha convertido en estandarte de la dulcería local, delicias de queijo tierno, pastelillos de morango que hemos visto crecer en el camino a la Praia de Amalia Rodríguez, una cantante de fados que ha dejado un rastro a frambuesa y una playa donde cae en cascada una pequeña ría antes de morir en la orilla.
Amalia! Amalia! Nada, no aparece. Ni un fado, ni un bacalhau secándose al sol, ni un alma en este rincón que lleva esperándome dos años. ¡Ahí está mi tumbona de piedra negra! Lisa, calentita al sol. Ahí pienso pasar esta mañana detenida, inmóvil, plácida, nostálgica. Levantaré la cabeza para vigilar que la marea no me atrape, me mojaré los dedos en el mar y los probaré cuando nadie me vea, morderé una nectarina y dejaré que me chorree el jugo por la comisura de los labios; pegajosa y feliz, abriré un tomate maduro y lo salpicaré de sal, aceite y cilantro; un pedazo de queijo de oveja, un trozo de pan con aceitunas, un vinho verde…. un tiempo muerto.
Aljezur tiene mercado con muchas moscas, chernes gigantescos y grandes corvinas. Ayer comimos en Zambujeira do Mar un sardo a la brasa de carbón, peixe espada, róbalo agonizante con cara de pasmado- de la barca, al patíbulo-, açorda de marisco en cazuela de barro, pan y huevo tembloroso, sin cuajar.
Mi hijo quiso unas lulas, medianitas, con restos de tinta. Se le hace la boca agua con la picanha con dose de arroz, judías negras como la maldad, tapioca y rodaja de piña. Come feliz su ternera alentejana con los ojos brillantes de sol y dibuja. ¡Cómo me gusta ver comer a los niños!
Dicen que Portugal tiene una deuda ¿ Con quién?
Numa casa portuguesa fica bem
pão e vinho sobre a mesa.
e se à porta humildemente bate alguém,
senta-se à mesa co’a gente.
Fica bem esta franqueza, fica bem,
que o povo nunca desmente.
A alegria da pobreza
está nesta grande riqueza
de dar, e ficar contente.
Quatro paredes caiadas,
um cheirinho á alecrim,
um cacho de uvas doiradas,
duas rosas num jardim,
um São José de azulejos
mais o sol da primavera,
uma promessa de beijos
dois braços à minha espera…
É uma casa portuguesa, com certeza!
É, com certeza, uma casa portuguesa!
No conforto pobrezinho do meu lar,
há fartura de carinho.
e a cortina da janela é o luar,
mais o sol que bate nela…
Basta pouco, poucochinho p’ra alegrar
uma existência singela…
É só amor, pão e vinho
e um caldo verde, verdinho
a fumegar na tigela.
Quatro paredes caiadas,
um cheirinho á alecrim,
um cacho de uvas doiradas,
duas rosas num jardim,
um São José de azulejo
sob um sol de primavera,
uma promessa de beijos
dois braços à minha espera…
É uma casa portuguesa, com certeza!
É, com certeza, uma casa portuguesa!
Amalia Rodríguez