No hay nada más triste que unos pies de cerdo con caracoles sin su confetti de picada. Esta es una opinión gastronómica-ortodoxa donde las haya, pues es una defensa a ultranza del hecho diferencial en materia de fogones. Si habláramos en términos de flamencología, diríamos que a este plato le falta el pellizco, el duende. Sin la chispa del ajito, el bitxo y los frutos secos es un plato que ha entrado en coma; con vida, pero sin aliento, ñoño, desabrido, abrumado por el peso de la gelatina se convierte en un plato sin brío, de una lentitud gasterópoda que no anuncia sorpresas gustativas, sin sus arrebatos de nyora es solo un matrimonio de conveniencia, sin escollos de avellana y pan frito.
Como las políticas lingüísticas o inmersión a pulmón libre, las corridas y los médicos de guardia, la picada está llamada a desaparecer. ¿Qué será de nosotros sin la picada, cómo vamos a ser independientes sin la picada? Le comenté a Ignasi Riera durante la cena que celebramos la noche que presentó su último libro ( De vell escèptic a Jove independentista). Supongo que el Nano Riera ya no estaba para reflexiones de índole culinario-identitarias ( para eso ya están los prólogos) y se salió por la tangente: los cuernos del plato nos recuerdan lo que somos.
Yo, sin embargo, erre que erre, continué en las profundidades de mis pensamientos: ¿qué es más decisivo en la integración de un emigrante, el nivel D de catalán o el tortell de nata que acaba presidiendo la mesa dominical? ¿Por qué esta Barcelona multicultural, vanguardista y políglota se empecina en atacar al caduco Borbón y su ridícula corte de los milagros pero deja morir lentamente la tradición culinaria propia que tanto ensalzó Ferrán Agulló?. Y es que nosotros, los charnegos, los que aprendimos a llamar seques o monchetes a las alubias, los que metimos una pilota en el puchero, unas sepias en las albóndigas, también tenemos nuestro corazoncito gastronómico. Nos apena que los morteros amarillentos de culo de allioli y romesco acaben sus días como tristes ceniceros, que en el pollastre del Prat amb escamarlans– un mar i muntanya de los que le gustan a mi amigo Pepe Iglesias– ya nadie tropiece con alguna brizna de chocolate amargo, que la dorada al horno llegue a la mesa sin bautizar con una picada de ajo, perejil, almendras y vino blanco.
Hay técnicas que definen una forma culinaria de entender el mundo: el majao extremeño, la picada catalana, la fritura andaluza, el escabetx que conservó a los bonitos de todos los mares, las salazones de anchoas cántabras… Son banderas gastronómicas que resisten a los embestidas del tiempo y sus caprichos para convivir en armonía más o menos pacífica con otras formas de hacer culinario. Con todo, igual que Matthew Tree me confesaba un día en una entrevista de radio que aprender la lengua propia es absolutamente necesario para formar parte de la comunidad de acogida – es como un sincero apretón de manos, me decía- estoy convencida de que la carta de ciudadanía más eficaz la ofrecen los mercados y las tiendas de queviures, por no hablar de aquellas fondas en las que uno podía oír un vocabulario gastronómico ya desparecido que Josep Lladonosa recoge en su libro Plats amb Història ( con prólogo de Ignasi Riera, cómo no). A saber, sopa de bales o sopa de albóndigas, metralla o plato de garbanzos, solanes o patatas hervidas, una sega, o arenque a la brasa, Guardia Civil en el caso de que vaya acompañado de tomate, cebolla, pimiento, lechuga y vinagre; una terregada o curadella, que vendría a ser la asadura de otros rincones de España pero con entrañas de cordero en lugar de cerdo; el mismo plato acompañado de patatas y alioli se convertiría en perdiu amb patates y un saltabarrancs serían unas manitas de cordero fritas o rustidas. Una delicia para cualquiera que ame la lengua- todas- y la cocina.
Reitero, pues, mi queja inicial, Ignasi: no me gustan los platos catalanes que renieguen de la picada, uno de los pilares de nuestra integración junto con el Nou Camp. Mucho antes que la inmersión lingüística, mucho antes que els casals, els esplais, las collas de gegants, dimonis, excursionistes o castellers captaran adeptos a la causa entre la juventud mesetaria más desarraigada e hicieran un kibutz a la catalana, la comida fue la vía de comunicación más efectiva entre propios y extraños. ¿Qué será lo próximo, entonces? ¿Un pan sin tomate? ¿Un Estatut inútil?