Será que el tiempo es cíclico, será que los Reyes Magos no me fallaron nunca o será porque Ibáñez es canijo e incombustible y siempre hay un editor sagaz que le pide un dibujito, tengo sobre mi mesa tres historias de Mortadelo y Filemón recién salidas del horno editorial, pero fechadas entre los años 71 y 76.
He desayunado frente a Paco Ibáñez esta mañana y no recuerdo apenas sus palabras -menos interesantes que sus dibujos- , absorta en un recuerdo en la que una niña de 6 años pasaba las tardes de domingo imaginando cuán mediocre y pobre y cateta debía ser la España que aquel señor retrataba entre tanta risa de batacazos, ostias, barrigazos y disfraces. Yo, atiborrada de carne roja y leche pasteurizada antes de que el Generalísimo la diñara, muerta de asco tras la trinchera casieuropea de los Pirineos, aprendiendo francés a marchas forzadas para venderles letreros a los gabachos de las tiendas de queso, quería conocer a aquella España que comía Tulipán, que se olvidaba los Donuts en una cartera más fea que la del cobrador del Ocaso, que no comía mantequilla y se instruía sobre sus usos en las salas de cine. Yo quería conocer a aquella España sobre cuyos santos, muertos y héroes se desahogaban mis abuelos, la patria de alguien-¿ mía?- en la que no se instalaba la calefacción central, ni se preparaban Croque Monsieur con pan de molde hasta que alguien los destrozó con pan Bimbo y los bautizó como biquinis.
Y ahí estaban Mortadelo, con ese nombre horrible de bocadillo cuartelero, aire de enterrador travestido, delgado, pálido como la muerte, y un jefe bajito-español que no mandaba, con más hambre que un caracol en un espejo, y un súper que no se sabe por qué es azul y superlativo; y un doctor que no cura, con más mierda en la barba que en el palo de un gallinero, y una rechoncha Ofelia con un bocadillo de chorizo en mano, que ni es de Jabugo , ni tiene aceite de oliva en el chusco; amén de loqueros, guardas de la ley y el orden, señoras que persiguen maridos con rodillos, momias con muletas y catetos con boina.
Y yo seguía soñando con volver, a pesar de todo, a pisar esa España sin leche, ni yogures de vainilla y crème caramel que dibujaba Ibáñez . Cada año le pedía a los Reyes que me llevaran con ellos y ellos me dejaban en el recibidor un libro de Los Magos del Humor. Cada domingo, después de la misa de doce, compraba un especial de Mortadelo y Filemón y una chocolatina suiza para sobrevivir a aquella tarde oscura e infinita. Leía y me revolcaba en mi risa vengativa de 8 años: “El ejército andorrano invadirá la sede de la T.I.A” ( ya lo sospechaba yo: éramos una cagada de mosca en el mapa, con o sin ejército). Pero la vida es muy injusta. En el país del bájame wiston -azúcar- y-galletas danesas el apagón semanal era irremediable. El vaso de leche Président se volcaba sobre el Mortadelo y se arrugaba el final de Magin el Mago.
40 años después, por fin sé cómo acaba.