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Biografía

BAJO LA LUZ DE DEIÀ. ANECDOTARIO DE COMENSALES ILUSTRES.

 

deia_pescador-13Imagen: Deià. http://www.serradetramuntana.net/es/index.php/blog-serra-tramuntana-patrimonio-mundial/2016/recuerdos-y-tesoros-de-una-vida-al-borde-del-mar

 “… detrás de estos llegaron los pintores. Nuestros Mir y Sebastián Junyent, el belga Degouve y Marrius Michel, así como Bernareggi, Quirós y algún otro argentino. Aunque todos buenos y simpáticos, tampoco son hombres para ser temidos, en un pueblo pacífico, con gente reposada. Degouve, en la cala, pintaba unos monstruos y unas sabandijas tan fuera de lo natural, que asustaban a los chiquillos y acaso más de una deyanesa tuvo, por ellos, un mal parto. Quirós y Bernareggi salían de noche con un farol y, en vez de dedicarse a buscar caracoles, pintaban la luna, y quien pinta la luna, lunático es. Mir, el simpático Mir, si bien no pintaba cosas extrañas, iba y venía siempre tan cargado de telas, en un subir por aquí, bajar por allá, corriendo por aquellas montañas como una cabra asustada, que tampoco tranquilizaba. Y en cuanto a Sebastián Junyent, llegaba gritando de tal modo, alborotador y alegre, que él por exceso y los otros por carencia, todo aquello no era natural. Era un manicomio suelto.” Santiago Rusiñol. La Isla de la Calma.

Cuando el pintor y escritor catalán Santiago Rusiñol escribió estas líneas, Deià, y por extensión, otros lugares no menos paradisíacos de las islas, eran ya un destino más que atractivo para gentes venidas desde los más distintos puntos de Europa y de América. En su mayor parte artistas, bohemios, personajes extraordinarios que rozaron una bienaventurada locura y que soñaron alguna vez con esa Arcadia feliz de la que hablaban los poetas latinos; un rincón del mundo donde los crepúsculos, el mar y el silencio se conjugaran con las musas en perfecta armonía. Desde principios del XIX son muchos los artistas que llegan a las islas atraídos por esta imagen excesivamente bucólica y rousseauniana del archipiélago. Huir del mundanal ruido siempre ha sido tarea  de poetas y músicos y buscar paraísos – naturales o artificiales- su principal ocupación. La poetisa Gertrude Stein ya advirtió a uno de sus más ilustres visitantes, el autor de Yo Claudio, Robert Graves, “Si soportas el paraíso, ven a Mallorca”.

Evidentemente, Baleares siempre ha estado en el punto de mira de quienes ya empezaban a sentir ese hastío propio de la era moderna que justo empezaba a despuntar.  Santiago Rusiñol, abanderado de la modernista Barcelona y burgués, muy a su pesar, encontró la luz y la calma que necesitaba en las calles de los pueblos mallorquines, donde los gatos retozaban y los campesinos le ofrecían tiernas  meriendas de chocolate caliente y ensaimadas. Sorolla quedó extasiado ante el derroche de luz, mucho más límpida, si cabe, que la que sus ojos contemplaban en el Levante español. El cosmopolita y doliente  Rubén Darío  perseguía  las rimas perfectas para sus sonetos versallescos o fatales. Azorín, con gesto más crítico y adusto,  quizás  observó el retrato de  una sociedad arcaica, decimonónica, lastrada por una oligarquía que poseía la tierra y sus frutos gracias a la impasibilidad de  un campesinado excesivamente dócil, tal y como lo juzgaba Néstor Luján. Su contemporáneo Unamuno debió encontrar el clima y el silencio  perfecto para imaginar cómo sería la España del  futuro, la del S.XX, aunque no creo que acertara en lo más mínimo, habida cuenta de los acontecimientos que se sucedieron.  A  Eugeni d’Ors, el horizonte del archipiélago balear le inspiraría más de un artículo en los que aleccionaba a los nuevos intelectuales del noucentisme catalán. Baleares era, quizás, el último reducto de una cultura mediterránea y europea, crisol de una nueva era moderna y civilizada. La escritora Agatha Christie también dejó su firma en este libro de visitas e incluso le puso título: “Problema en Pollensa”, uno de sus muchos relatos de suspense. Menos dada a  la intriga, a no ser que ésta fuera de cariz amorosa, fue  Anaís Nin quien también  se dejó seducir por las cristalinas aguas de las playas de Mallorca donde, en el verano de 1941, tuvo algún que otro feliz encuentro que inspiró más de uno de sus cuentos eróticos.

Ensaimada de mallorcaSin embargo, entre la lista de viajeros que pisaron las islas entre los S.XIX y XX destaca sobre todo el Archiduque Luís Salvador de Austria que abandonó el frío de su  inmenso imperio para fundirse con la calidez de la Mallorca novecentista. El fue quien mejor la describió en su ya mencionada obra De Die Balearem. Él y su prima, la emperatriz Sissí, solían pasear por Valldemossa, quizás al encuentro de una paz que les amenazaba más allá del puerto de Palma. El mundo  que conocían estaba a punto de desaparecer para siempre en medio de  dos contiendas mundiales  que desde La Cartuja parecían muy lejanas. Guerras que tampoco parecían importar a Georges Sand y a su enfermo amante, el músico Federico Chopin. La aristocrática escritora, tras abandonar a su marido en el París más elegante de la historia, se embarca junto a sus dos hijos y un piano en busca de una quimera: el clima de Mallorca ayudaría a Chopin a recobrar su delicada salud y ambos vivirían la más bella y romántica historia de amor. Nada más lejos de la realidad.

Georges Sand, desbordada por la rústica e implacable realidad del campo mallorquín, se llena de amargura. Su actitud es incomprensible para los lugareños. Viste como un hombre y se hace llamar como un hombre, aunque su gesta es femenina hasta la médula. El avance implacable de la enfermedad de Chopin y la incomprensión de los lugareños contribuyeron sin duda a la acritud de su prosa en un Invierno en Mallorca. Con  todo, su alma de artista no puedo sustraerse a la belleza del lugar; a pesar del aire frío que entraba por las ventanas en aquellas celdas alquiladas en  La Cartuja donde sonaba el piano melancólico de Chopin, Georges escribía:

 “La Cartuja es una de esas vistas que subyugan porque no dejan nada que desear, nada que imaginar. Todo lo que el poeta y el pintor pueden soñar, la naturaleza lo ha creado en este lugar. Conjunto inmenso, detalles infinitos, variedad inagotable, formas confusas, contornos acusados, vagas profundidades, todo está ahí, y el arte no puede añadir nada”

 

Pero, he aquí de nuevo la prosaica realidad colándose por el quicio de las puertas, penetrando a través de unos fogones que a la poetisa se le antojaban poco civilizados, de una simplicidad nada afín al gusto de la meilleur cuisine du monde: “No sabiendo ni engordar los bueyes, ni utilizar la lana, ni ordeñar las vacas, el mallorquín detesta la leche y la mantequilla tanto como desprecia la industria.” Efectivamente, ésta era una cocina rural, autárquica y mediterránea, donde los lácteos no presidían la mesa y el quehacer diario. El Archiduque Lluís Salvador de Austria, en su   tratado etnográfico y antropológico de la vida en las islas, de Die Balearem,  recuerda como a las 7 de la mañana entraban las cabras en la Ciudad de Palma y los lecheros comenzaban a repartir la leche que nada  más consumían los enfermos y los delicados de salud.  Los mallorquines, prosigue, beben poca leche, si bien entre las clases medianas y altas se merienda una taza de chocolate – hay que recordar el intenso comercio de Mallorca con las Antillas  desde el XVIII y la llegada de  productos exóticos como el cacao-  acompañada de quartos, ensaimadas, bizcochos, y otros dulces. Sin embargo, nada de todo esto parecía contentar el paladar de una parisina trasplantada sin raíz a la Valldemosa del S.XIX:

La base de la cocina mallorquina es invariablemente el cerdo en todas sus formas y bajo todos sus aspectos. En Mallorca se cocina, estoy seguro, más de 2000 guisos con el cerdo, y, al menos, doscientas clases de embutidos, sazonados con una tal profusión de pimiento y especias corrosivas de todo tipo, que se arriesga la vida a cada bocado. Veis aparecer sobre la mesa 20 platos que se parecen a toda clase de guisos cristianos: no os fiéis se trata de drogas infernales cocinadas cocinadas por el diablo en persona. Finalmente viene como postre una tarta de pastelería de muy buen aspecto, con lonchas de fruta que parecen naranjas azucaradas; es una torta de cerdo con ajo con lonchas de tomates y pimiento, todo ello espolvoreado con sal blanca que por su inocente apariencia tomarías por azúcar. Hay muchos pollos, pero no tienen más que la piel y los huesos. En Valldemosa, el pescado que nos traían del mar era tan plano y tan seco como los pollos.”

 

Cuán distinta la visión de Deià y de su cocina la que nos presenta el místico  Robert Graves enseñando a elaborar mermelada de naranjas a Toby Molenaar, ofreciendo a la escultural Ava Gadner, más proclive a dejarse seducir por los placeres terrenales, un menú preparado por su cocinera particular, madó Antonia. Probablemente algún arroz de pescado antes de una buena siesta, una coca de trempó  o mussola, un simple pan moreno con aceite de los olivos del Plà mallorquín, unas verduras de temporada, tomàtigues de ramellet, figues i ametles del valle de Sòller, un lechón navideño relleno de manzanas y ciruelas. Cualquiera de esos platos de la tierra que tanto gustaban a “Don Roberto”, a decir de sus vecinos. Y también a sus innumerables amigos que conocieron Deià de su mano: el novelista inglés Kingsley Amis, Allan Silitoe, Anthony Burgess.

Más tarde llegaron García Márquez y Grace Kelly, y el etéreo Peter Ustinov, y hasta el mismo  Winston Churchill se dejó caer por el famoso Hotel Formentor, epicentro del glamour isleño y hogar de las muchas aves de paso que buscaban un lugar en el mundo donde se les permitiera ser simples mortales. Propósito que, seguramente, debió conseguir algún lugareño ofreciendo a sus ilustres comensales un humilde plato de sopa de col.

 


1 comentario
El librero

julio 29, 2012 @ 09:34

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Buen dia.Deseo disfrutar la posibilidad para deducir que esto me brinda gran satisfaccion. Que dios lo bendiga

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Por Ines Butrón
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