Para los que vivimos a este lado de la frontera, la expresión buffet libre está cargada de connotaciones negativas: falta de calidad, inexistencia de servicio, glotonería en estado puro, empujones, incomodidad, etc, etc. Desde los grandes hoteles para el turismo masivo, los cruceros multitudinarios a los restaurantes pretendidamente “asiáticos”, todos utilizan esta fórmula para abaratar precios, pero todo el mundo sabe a qué se arriesga. De modo que, cuando recibí la invitación para vivir una “experiencia gastronómica” en un Grand Buffet– yo que no suelo ver mucho la televisión, y menos Master Chef– no entendí muy bien dónde radicaba la diferencia como para que un grupo de bloggers y periodistas nos desplazáramos hasta Narbonne en un tren de alta velocidad.
Con todo, la sola idea de volver a poner los pies en el Languedoc- Roussillon– concretamente en este pequeño país llamado L’Aude, Pays Cathare– me emocionaba. Habían pasado ya muchos años desde la última vez. Pensar en pasear por la pequeña ciudad histórica de Narbonne, cruzar su canal, pisar su mercado, atravesar el Parque Natural de la Narbonesa, observar las huellas del pasado de una villa que fue romana durante la existencia de la famosa Via Domitia, cruce de caminos entre la Galia e Italia,una ciudad que fue visigoda, frontera de Al-Andalus, y, finalmente, franca, entrar en su catedral eternamente inacabada, oír los restos de la perdida langue d’Oc en la que se escribieron los deliciosos versos de l’amour courtois, eran motivos más que suficientes como para abandonar Barcelona durante unas horas.
Realmente, lo primero que sorprende es la rapidez y la comodidad del desplazamiento desde la Ciutat Comtal hasta Narbonne. Desde hace más de dos años, la cooperación Renfe-SNCF conecta más de 21 destinos internacionales entre los que se encuentran Perpignan, Toulouse, Carcassone, Marseille, Lyon, Nimes, Avignon, Paris y, cómo no, Narbonne. Durante el invierno hay cuatro frecuencia de horarios, pero en verano ( hay que recordar que Narbonne está en medio de un parque natural con unas playas mediterráneas magníficas) llegan a un número de siete.
La comodidad de este viaje directo desde Sants Estació hasta la gare de Narbonne es indudable, incluso en un día en que el riguroso invierno estaba poniendo dificultades en los transportes. Poder cruzar la frontera en apenas una hora, observar por la ventana las dunas, las marismas, el cielo límpido, las aves y su paso por esta “Narbonne, la serena”, presentir la cercanía de unos viñedos que han demostrado en estas tres últimas décadas que también sus caldos pueden competir con los clásicos de Burdeos o la Bourgogne, permite al viajero un momento de paz del que pocas veces puede disfrutar durante los trayectos. Llegar al destino no pudo, pues, ser más fácil.
El recorrido por la ciudad, sin embargo, fue breve. Es el inconveniente de los viajes de prensa. A mí me hubiera gustado poder entrar en el mercado a esas horas en las que bulle, se habla a gritos, se palpa, se huele, se siente la comida. Pero la una de la tarde es una hora intempestiva en tierras francesas ( mucha gente ya comía a esa hora) y sólo pude apreciar que la estructura de su techado de hierro lo hermana desde el siglo XIX con la de los mejores mercados de Barcelona, más una pequeña degustación de productos propios in situ a modo de aperitivo de lo que estaba por llegar.
Hay que advertir, sin embargo, que la entrada al lugar puede descolocar un poco al viajero. ¿Una rotonda, un centro comercial, un fast food archiconocido? Y, en medio de este desangelado paraje, se abre paso Les Grands Buffets: el sueño de un goloso.
Como todo buen anfitrión, Louis Privat, director del proyecto desde 1989, nos recibe en la puerta y nos enseña “su casa”(por cierto, en la entrada al restaurante hay una bonita báscula antigua en la que todo el mundo se pesa al entrar, pero nadie lo hace al salir) y nos enseña los diferentes espacios de este singular buffet que está a medio camino entre el escenario de Ratatouille y la Gran Bouffe, pero con final feliz.
Todo está cuidado al milímetro, cada pieza de cobre, cada cubierto, ensaladera o bandeja, cada planta natural, cada mesa blanca inmaculadamente vestida, cada servilleta de algodón, planchada y bordada. Cada camarero, chef o simple plongeur lucen uniforme rigurosamente perfecto, cada apartado de las cocina de elaboración está debidamente insonorizado y a la temperatura adecuada, con suelos impecables, donde una pequeña miga destaca sobre un amarillo chillón y delatador.
Monsieur Privat lo vive con pasión: “queremos que el comensal viva la tradición gastronómica como en tiempos de la burguesía, con la misma calidad de servicio y producto, pero a un precio razonable que lo ponga al alcance de todos” Y, ciertamente, el restaurante está lleno de Madame et Monsieur tout el monde ( hay que reservar con bastante antelación, sobre todo para los grupos y los espacios privados), de niños que observan cómo se hacen pequeñas esculturas con verduras, de abuelos que celebran aniversarios con tarta de fondant y coro de camareros que se plantan ante su mesa. El ambiente es de decoro, sin decoro, de brillo, pero sin estridencias. Una combinación que deja fascinado por la abundancia, pero también por la propia mise en scène de todos los implicados en conseguir una auténtica experiencia gastronómica.
Les Gran Buffet es como una inmersión rápida en la cultura culinaria francesa en la que uno hace un tour por cada una de las partes que componen esta gran cocina: la rôtisserie, la charcuterie, la panadería, el apartado de ensaladas y crudités, los platos canailles o platos populares propios de los bistrôts ( les tripes a l’ancienne, les blanquettes de veau, les cassoulets, etc), el marisco, la mesa del foie gras, las delicias de salmón, la enorme mesa de quesos (dentro de poco llegarán casi a los cien y será la mayor tabla de quesos mundial), la bodega, donde cada copa lleva indicada en su etiqueta el vino que se servirá en ella y todos los datos sobre bodega, variedad de uva, año de la cosecha y, por supuesto, la pastelería.
El primer momento-todo hay que decirlo- es abrumador. Uno se encuentra en medio de un sueño- le rêve d’un gourmand– y no sabe si hacer caso a Gargantúa que habla desde el pasado en forma de cartel colgado en la rôtisserie animándote a perder los papeles ( fay ce que voudras) o pararte a respirar hondo un par de minutos y hacer una especie de selección mental dentro de una enorme carta visual que te tienta por todas partes con las consignas Espace de liberté! Manger à Volonté!
Realmente, la sensación que a uno le invade está a medio camino entre la felicidad del que vive un momento único, sobre todo si se es amante de los productos franceses, como una servidora, o el atracador de una joyería que sabe que lo van a detener de un momento a otro, pero sigue cargando el saco. Finalmente, las aguas se calman y cada cual se mueve – muy civilizadamente, hay que reconocerlo- por unas secciones preciosas donde encuentra los mejores foies y derivados, los mejores quesos del mundo, los tournedós y los magrets haciéndose al momento, los cassoulets en sus enormes perolas, las ostras en sus bandejas heladas y los bogavantes anarajados bañados en su salsa americana. Todo como antaño, todo destinado a conseguir el placer del comensal, y todo a lo grande. O es mejor decir grandeur?
Por cierto, el menú es en estos momentos de 32’90 euros, los vinos tienen el mismo precio que si los comprara directamente al distribuidor, los niños de menos de cinco años no pagan y tienen un espacio de juegos insonorizado para ellos solitos, y los más mayorcitos ( entre 6 y 10 años) pagan 16’50. Pero sobre todo, sobre todo, no llegue nunca a las tres de la tarde.