Abro con curiosidad y expectativa el nuevo libro de Quim Monzó. En catalán, “tenir molta barra” significa tener mucha jeta. No sé si el título de este pequeño recopilatorio de artículos del Sr. Quim Monzó sobre temas culinarios ha sido escogido para jugar con este doble sentido, pero debería, porque la jeta, la estafa, el engaño y la mediocridad impregnan este libro como un sofrito de Orlando. Sin embargo, y sin ánimo alguno de quitarle la razón, le diría al Sr. Quim Monzó que esa misma falta de honestidad, de impostura generalizada y la ausencia de cultura ( gastronómica, en este caso) podría aplicarse a cualquier ámbito de los que afectan al ciudadano de a pie con los mismos resultados. Es el signo de los tiempos. La diferencia es que de gastronomía todos podemos opinar sin tener que hacer “periodismo de investigación” porque el absurdo en el que hemos caído es de dominio público.
Mundo Bar: de algo hay que morir.
Una servidora, a diferencia del Sr. Quim Monzó, no pisa los bares si no es por cuestión de trabajo. Este país anda sobrado de bares, y lo saben muy bien muchas mujeres de este país ( ¿ande está tu marío? En el bar, hija, en el bar) Un bar con tele al fondo, unos tertulianos con el síndrome de la barra de bar, una copa de barreja sobre el mostrador a las 9 de la mañana para un parroquiano que ha huido de su casa en busca del cariño de sus colegas es la viva imagen de la apatía y el asco vital. A menos que se sea escritor – escritora no, que tienes tetas- porque entonces tienes delante una representación de la condición humana que te dará mucho juego.
La cocina creativa: mierda! Unamuno tenía razón.
Dicho esto, me encanta el montón de collonades que han recopilado entre el Sr. Quim Monzó y el Sr. Guillamón. Tengo el libro tan machacado de notas al margen que parecen las glosas emilianenses. Me he reído una jartá, como dirían en mi casa, que no eran ni de bares, ni de restaurantes, porque el sueldo de un rotulista no daba para tanto y a mi madre no le endiñabas unas albóndigas de algo picado ni harta vino. Se comía en casa todos los días a la una en punto, todos los que fuéramos, entre 6 y 12 bocas, primo arriba, cuñao abajo. ¡Eso si era cocina creativa! Con lo que hubiera en la nevera se preparaban unas suculencias que para sí las quisieran muchos restaurantes. Y encima, no había mermas, siempre se llegaba a final de mes.
El crítico ha muerto: viva el crítico
Pero esta generación del baby boom que se crió con calcio en botella y tortilla de patatas con cebolla- hecha, bastante hecha- ya ha hecho mutis por el foro gastronómico y ha dejado en su lugar a un grupo de piolines que son los ojitos de mamá comunicación. Como fueron niños melindrosos y de poca vida, ahora el restaurante caricaturescamente étnico/ de tapeo/informal/ de km0/healthy/ de producto ( de qué, si no?)/ de autor/ de cocina tradicional renovada/ bla, bla, bla, les parece lo más .
Con todo, no seré yo quien haga sangre de todo esto ( nadie muerde la mano que le da de comer) porque de este sector come mucha gente. Menos el cliente, todos los demás: las agencias, los productores, los periodistas, los parias de la tierra que habitan las cocinas de los grandes grupos de empresarios de la restauración, los organizadores de congresos y demás festivales de fin de curso, los blogueros como yo, los asesores de algo, los inspectores de la Michelin, los creadores de guías de pacotilla, las mafias organizadoras de tours turísticos por La Boquería y restaurantes aledaños , los rusos que han comprado las mejores paradas del mercado, los comisarios de exposiciones de cartón piedra, los creadores de la Bullipedia y los albañiles que construyen el noBulli, los creadores de shows de televisión pseugogastronómicos, los padres que explotan a sus niños-cocineros quitándoles horas de sueño y de estudio, los editores que lanzan recetarios a una sociedad que ni lee ni cocina, etc, etc.
Temitas gratis para un ensayo antropológico muy sesudo sobre la alimentación actual.
¿Quiere que siga? Pues eso, hasta el moño de tatakis, de pulpos con patatas violetas, de fideuàs que no lo son, de esferificaciones de cosas que ya son esféricas, de molletes con calamares negruzcos, de vacas viejas y correosas, de hummus de todo menos de garbanzos, de pestos de todo menos de albahaca, del márqueting de lo bio, lo orgánico – ¡miedo me dan las arengas del Petrini! – del no ceviche, de los guacamoles sin aguacate, de los veganos que comen carne cuando les invitan, etc, etc.
Y si, empiezo a estar tencodeprimida o “argo”. Pero así es la vida, no la he inventado yo, que decía aquel italiano cursi de los 70. Si trabajara entre funcionarios de alguna Consellería de Felicitats Diverses ( Ramón Solsona, dixit) ya me habría tirado de un sexto piso. Pero como yo amo la cocina casi tanto como a mis propios hijos , aquí estoy, esperando que las aguas se calmen, intentando aprender a hacer las cosas bien, a escuchar y a leer a los pocos gastrónomos que en el mundo han sido, cocinando como una posesa, pateando mercados compulsivamente con un ansiolítico en el bolsillo, esperando que esta ciudad que me vio nacer como charnega en la calle Escudellers Blanchs, entre putas y marines, recobre la cordura y se olvide del menú paella/sangría/flamenco, que eso ya lo hizo Fraga Iribarne, collons!