Es imposible no pensar en Baudelaire cuando se está en La Caléndula, aunque sea para re-negar de su famoso poemario que tantas horas de juventud acompañó mi deambular de estudiante. Pero tampoco puedo olvidar aquellas ilustraciones de Lola Anglada, en una época más luminosa de mi biografía, en la que descubrí mi lugar bajo el sol y aquel librito sencillo que llevaba por título ”La meva casa i el meu jardí”. Quizás podría , incluso, revivir los recuerdos de la sala impresionista de Orsay y crear vínculos con lo que siento ahora, en este comedor-platea, charlando con Iolanda Bustos, a pesar de que los colores no despuntarán hasta la primavera y el día está lluvioso, la luz que lo empaña todo es grisácea y cristalina. Quizás, de eso sí estoy segura, es un buen momento para estar en esta cocina y despedir el año con este sabor a cocina ética.
La cocina de Iolanda en La Caléndula es personalísima, no tanto por su devoción a la tierra o a la naturaleza, sino porque es límpida, brillante, verdadera. Su derroche de sensibilidad va parejo a su capacidad para hacerte sentir bien en su comedor, que es una prolongación de su regazo, su vida, su casa y su gente. De hecho, me ha faltado la palabra clave para describir La Caléndula, la cocina de Iolanda Bustos: armonía.
Porque, cuando se está en armonía con lo que nos rodea, cuando la coherencia entre aquello que se expresa y los hechos que lo demuestran es más que evidente, el resultado es increíblemente perfecto, deslumbra al comensal acostumbrado a los discursos huecos, al márqueting camuflado de pretensiones culinarias/empresariales/egocéntricas. La cocina no es, ni para Iolanda, ni para nadie que sienta la pulsión de hablar a través de los platos, una plataforma para gurús televisivos, sino un delicadísimo arte que conjuga verdad, belleza y bondad a partes iguales con el fin de satisfacer necesidades humanas que van mucho más allá de la mera urgencia de saciar el hambre. Dar de comer a alguien es entrar en otro ser que espera sabores para paladear otras sensaciones, imágenes y emociones que le dejarán ese difícil poso de felicidad, incluso cuando el tiempo haya borrado los detalles.
Iolanda es la anfitriona por antonomasia. La mujer que cocina porque encuentra en ese espacio, entre la tierra y los fogones, una “habitación propia” donde expresar el amor hacia las pequeñas/ grandes cosas que convierten al hombre en un eslabón más entre el resto de los seres vivos. La cocina de Iolanda, como la fue la de sus antecesores de quienes aprendió, es humilde en el sentido machadiano de la palabra– nunca pierde contacto con el suelo- y, en cambio, es grande porque tiene una luz interior que no necesita escenario alguno para enaltecerse.
Nos comenta sus planes de futuro: seguir viviendo en este pueblo empordanés de viejas piedras, esperar a que llegue la primavera para reanudar su tarea en La Caléndula y ver crecer a sus hijos. ¿Se puede ser más libre? Nos comenta que tiene unas convicciones – es más que obvio-, unos aprendizajes ancestrales que tienen mucho que ver con lo que hoy en día algunos llaman biodinámica, pero que ella ha asimilado con naturalidad y que ahora aplica a sus platos. Lucha por restituir y re- crear, junto con los demás cocineros del grupo Cuina de l’Empordanet , una cultura gastronómica enraizada en lo más profundo de este paisaje único a la par que va encontrando con el tiempo un estilo propio lleno de sensibilidad y dulzura en el más amplio sentido de la palabra. No admite más atadura y compromiso que el que le dicta su conciencia y el amor por su pequeña tribu que crece a la par que ella misma.
La Cándula es un hermoso caserón dentro del Hotel del Teatre, en el pueblo de Regenços, L’Empordà gironès. De ese lugar que fue de esparcimiento y representación en otras épocas sólo conserva la división entre escenario y platea con una no muy grande cocina a la vista llena de flores silvestres y aromáticas y el trajín de un grupo pequeño bien compenetrado. El comedor contiguo, suavemente dirigido y orquestado por Salvador, sommelier y jefe de sala, tiene un amplio ventanal con vistas al jardín , por lo que la luz lo inunda todo, junto con la piedra, el mimbre y unas paredes oscuras que ponen el contrapunto acogedor y elegante a unas mesas blancas bien vestidas y unos cortinajes de hilo grisáceo abrazando los ventanales.
Pedimos un menú degustación que se abre con pequeños detalles: crema de calabaza, pipas y ajo negro, croquetas de espinacas y piñones, mejillones gratinados con mahonesa de azafrán, brandada con velo de miel y flores. No hay ninguna estridencia, todo es de una belleza sutil, como sus sabores. La primera bebida es un falso champagne o xampanyet de flor de sauco, aromático, delicioso, perfecto para empezar el menú que luego nos lleva de la mano de Salvador hacia un LLedoner Roig de garnatxa roja, DO Empordà, como no podía ser de otra manera.
Tras estos entrantes llega una ensalada colorista y fresca, con pequeños brotes, hojas, flores, puerro finamente laminado y crujiente tras una breve fritura y un aceite con trufa. Fragante y muy especial.
De la misma forma, nos cautiva el frescor de esta ostra con un destilado de granada y manzana ácida. Hay algo de arabesco lujurioso en esta concha verde cubierta de hinojo. Marisco afrodisiaco donde los haya, este “plato de la Sirenita” , no se engañen, no tiene el candor de Disney.
La sepia en carpaccio es mucho más técnica. Me devano los sesos para encontrar el cómo de esta patata que se enrosca sobre si misma entre tiras finísimas de sepia, capuchina en flor y lentejas del Puy. Cruje, es delicada y es una frugalidad llena de sabores inusitados.
Llega el calamar salteado con su melsa y unas trompetas de la muerte. Aquí tenemos el barroquismo del Empordà pasado por el tamiz de Iolanda. Muy recomendable por la sabia cocción del calamar y por el estallido de sabor.
Nos sirven un Massipa Scala Dei, de garnaxta blanca y Xenín. Le abrimos un hueco a este gran vino del Priorato con la promesa de unas oraciones de agradecimiento para los cartujos.
Más platillos con sello empordanès: un pato servido con col deshidratada, avellanas, cacao y boniato. La cocción es la justa, pero este pato está perfecto porque no es un magret que necesite del punto saignant para estar sabroso. Hablamos de otra raza, hablamos de otros territorios.
Del mismo modo, nos comemos un atún sobre una berenjena al estilo de un baba ganoush que tampoco tiene el color que uno está acostumbrado a ver en los restaurantes asiáticos o de influencia asiática: está hecho con el soplete y, a pesar de su color, es tierno y suave.
Entra el prepostre: una piña laminada y osmotizada con flor de ibiscus y un helado de estragón. Una maravillosa frescura impregnada de sabores naturales y aromáticos.
Los postres estrella tienen ese punto infantil y colorista que impregna la repostería propiamente dulce: el chocolate que hace las delicias de mi acompañante, la nata coronada con su algodón de azúcar, la viva imagen de unos postres virtuosos que dejan al comensal con el aplauso en la boca.
Pero nada es comparable a esta sensación en la que nos encontramos inmersos. Observando resbalar la lluvia, la llegada de la pequeña Arlet de la mano de su madre, las palabras llanas de Iolanda, las velas del escenario donde se acaba una función más…..Ça fait du bien au coeur.
La Caléndula
Regencós (Empordà)
Cerrado por vacaciones hasta el 28 de marzo