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A medida que pasan los años tiendo a la sencillez. Me gusta la  dificultad de lo  simple, me fascinan los huevos. 

Redondos, perfectos, deseados en tiempos de hambre, salario miserable de  las niñas-criada de la postguerra, último bocado de algunos  cuando la vida  que se nos acaba nos pone en la tesitura de escoger sólo lo básico. Los huevos son, junto a las sopas , el pan y la leche, los alimentos que más deseo cuando quiero que mi comida/vida  rezume serenidad, sabores tranquilos, sin estridencias.

Últimamente, parece que el tiempo ha desterrado  los huevos en sus versiones más cotidianas. Perdieron glamour  las tortillas, con su batir de tenedor acompasado y nocturno,  los huevos al plato, los huevos pasados por agua que se cocían mientras se rezaba un padre nuestro- la manera más atea de orar-, los huevos revueltos, los estrellados, los fritos con puntilla… Ya sólo nos gustan los que se hacen a baja temperatura,  los que han perdido la clara para dejar en un plato colorista de vanguardia  una yema  ya esferificada por la naturaleza- Oh! mon Dieu!-, los huevos benedictine ,  bañados en salsa holandesa que tanto lucen en los brunchs  dominicales, y algunos rotos, que el madrileño Lucio se encarga de destrozar con alegría  y soltura  delante de todas las cámaras del mundo.

Una pena. El huevo es el mejor comodín gastronómico que existe. Por sí sólo constituye una comida completa, acompañado de cualquier cosa, cuando es fresco y jugoso, cocinado cuando aún  sientes en la mano el calorcito materno, con las plumas debiluchas que la «feliz»  gallina ponedora le ha dejado enganchadas,  es un festín que no cambio por lata de caviar alguna. O mejor, si: unos huevos con caviar tampoco estarían mal:)

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Pero como no teníamos ni caviar, ni trufa, ni  foie, ni me apetece más que aprovechar mis últimos guisantes y las cuatro habitas que he rescatado de las  matas que plantamos este año,  hoy nos preparamos unos buenos  huevos revueltos. Del platillo de habas, guisantes, ajos y tiernos y butifarra negra, con su olor a  hierbabuena  y  su gotita de anís, hemos reservado unos cuantos para unir a unos huevos, sin nada de nata ni otra cosa que una gota de aceite de oliva y mano rápida.  Sobre una buena rebanada de pan, nadie le hace ascos a este revuelto  que son la fusión entre lo mejor del Maresme y la docenita  de huevos que cada semana me trae un pagès de La Selva. No le he preguntado si  sus gallinas necesitan necesita ansiolíticos,  o si  el gallo ya cumple con sus funciones maritales, pero con verle la cara a él y a estos hermosos huevos de yema reluciente y oronda,  no necesito saber nada más.