Tenía ganas de poder charlar con Arzak, de preguntarle cómo empezó todo, de meterme en su cocina y en su vida. Los congresos sirven para conocer las obras, pero no a las personas, y yo quería conocer a la persona, aunque sea para derribarla de mi pedestal.
Quería que me hablara de Euskadi y de sus sabores, de la bella Elena, de Subijana y su incombustible bigote, del Lyon de los años 70 y el maestro Bocuse envuelto en vapores de nouvelle cuisine, de su superación con la nueva cocina vasca y del iconoclasta Adrià, de su madre en el caserío idílico donde se cuecen las alubias de Tolosa y del mejor Champagne que se serviría aquella noche. Todo aliñadito y revuelto con un café bien cargado a las 4 de la tarde para sobrellevar mi primera tarde sin siesta estival y el cansancio de un señor de 68 años que se levantó a las 6 de la mañana para ver qué traían los pescadores al puerto. ¡Ni un chicharro, oyes!. Mala suerte ese día. Cabreo monumental. Mejor entonces una judía de temporada con un chorrito de aceite de oliva que un rape que no le entre por el ojo. ¡Nos han jodío!
Prima en la cocina vasca la calidad, no el estatus del producto; prima la cocina, la buena, sea tradicional, tecnoemocional, molecular o de vanguardia, y prima, por encima de todo el amor a una tierra en la que el que no guisa bien se condena al fuego eterno.
De los fogones de Juan Mari, a los marmitakos de Langosta del puerto de Castro Urdiales (ya en la linde con Cantabria), desde los pinchos del casco viejo de Bilbao, los morros y callos en salsa vizcaína de Portugalete, las kokotxas en salsa verde de Mundaka, las alubias y sus guindillas en Zarautz, los negros chipirones de Guetaria, hasta la humilde tortilla de bacalao y el arroz con leche que me comí cerquita del mercado de la Brecha en San Sebastián , todo lo que probé en Euskadi es tan vigoroso, tan cercano al terruño, ejerce tanto poder en el paladar que uno no puede por menos que bendecir a la madre que parió a la oveja lacha, al Idiazábal y a todos los txangurros por los que me quito el sombrero ( o la txapela).
Es, la cocina vasca, la creación comestible de un mundo propio, intransferible, la metáfora de una cosmogonía en la que el mar y la tierra se transforman para dar de comer a unos habitantes indómitos, soberbios, voraces e intransigentes y, sin embargo, extrañamente hospitalarios en torno a un fuego: el mismo que civilizó a los hombres, el mismo que Prometeo robó a los dioses.
Euskarrikasko Juan Mari!
Entrevista a Juan Arzak