Yo debo pertenecer al 30% de los padres que no está satisfecho con el comedor de la escuela. Al 70% restante le va de perlas, tal vez porque en su casa aun comen peor, o, simplemente, no comen; o dejan la asignatura de la alimentación, como tantas otras, en manos de una escuela desbordada, cansada de lidiar contra todos, sin rumbo.
Vaya por delante que mi carrera profesional empezó en las aulas- conozco la plaza- y de allí salí despavorida. No me ahuyentaron los niños, sino el palo del que venía la astilla. Ese arbolito venía ya de casa tan torcido que nadie podía hacer ya nada por él sino rezar. Durante la mañana montones de niños somnolientos y en ayunas hacían fila arrancándose las legañas. La hora del patio era un mercadillo de bollería industrial + cromo, un muestrario de cajas de cereales que se comían a palo seco como si fuera pienso para pollos; alguna bolsa de chucherías, incluso, se repartía a la hora del almuerzo como muestra de la infinita bondad de unos padres que premiaban con azucarillos cualquier insignificancia del retoño. El comedor era un mar de lágrimas entre los más pequeños, el descubrimiento de las legumbres los dejaba perplejos; las monitoras de comedor se desgañitaban para conseguir que probaran un puré de verduras, un pescadito rebozado, un melocotón.
El menú- nutritivamente correcto y firmado por el responsable de no sé qué departamento de no sé qué hospital, repetitivo, insulso, falto de imaginación, lleno de congelados y enlatados- dejaba relativamente satisfechas a madres que juraban que la hora de la comida en casa era un campo de batalla, razón por la cual, muchas optaban por desertar y pasarle el enemigo al todopoderoso colegio. Éste recibía en su seno a un niño compungido que comprendía rápidamente que comer bien era un castigo divino. A cambio, la familia que donaba su hijo en adopción alimentaria, se comprometía ante Dios y su pediatra a compensar a las criaturas con cenas entrañables, familiares, puntuales, variadas. A las ocho de la tarde era fácil observar cómo la buerna voluntad se iba por el desagüe en el estricto cumplimiento de aquella promesa: aquellas criaturas salían a toda prisa de sus respectivas “ocupaciones extraescolares” (kárate, teatro, básquet, lenguas muertas, esgrima y encaje de bolillos), hacían deberes, se duchaban en días impares y, a partir de las diez de la noche, se zampaban un bocadillo frente al televisor, una pizza descongelada o una croqueta que la abuela, en su infinita bondad, les metió en el tupper para la cena.
Campi qui pugui! Que dicen los catalanes. Porque esa es la verdadera situación de miles de niños españoles que, de no ser por la escuela, no conocerían una lenteja o un caldito con fideos. De ahí que el comedor escolar sea la panacea para trabajadores/as- y parados- que pertenecen a la generación que huyó de la cocina como símbolo de esclavitud para dedicarse a otros quehaceres más «prestigiosos» socialmente. De ahí, también, que entre las abuelas que quedan y los pocos cáterings mínimamente honrados conseguimos que nuestros hijos no hayan caído ya en las garras de una obesidad infantil que clama al cielo. De ahí, también, que la Fundación Alicia prepare para junio de 2012 un Congreso llamado Comer en la Escuela.
Pero, ¿De verdad es el comedor escolar el lugar dónde queremos que nuestros hijos aprendan a comer? Responder afirmativamente es como creer que uno sólo puede hacerse hombre en la mili. La tropa, igual que los niños, no amará a la patria a base de órdenes, ranchos, recomendaciones nutricionales, charlas dietéticas, monsergas de cardiólogos mediáticos. Para educar a comer, parafraseando a Jose Antonio Marina, hace falta la tribu. Y constancia, y tenacidad, y cariño, y sacrificio.
La comida es un pedazo de amor que se da desde el amor y para el amor. La comida- desde los macarrones boloñesa hasta la coliflor con bechamel – alimenta el espíritu- el alma, que dice Adrià con aire místico- y la mesa ha de ser un lugar donde padres e hijos compartan esfuerzo y gratificación.
Abogo por el fin de las mesas de niños en las bodas, de los menús infantiles en los restaurantes, de las bandejas y las cuberterías de plástico para padres inmaduros que sirven tortillitas sosas en un plato de conejitos. Abogo por la compra mano a mano, madre-hijo, por la obligación de poner la mesa- correctamente y con toda el arsenal disponible- puntualmente a las ocho, abogo por aplicar el sentido común en la preparación del menú semanal y familiar, dedicar el tiempo necesario a su planificación renunciando a la improvisación y a la compra compulsiva, abogo por unas madres/padres-trabajadoress que comprendan que están poniendo sobre la mesa la futura salud de sus hijos, aquellos que dicen adorar cuando entregan a los comedores escolares para que suplan su labor. Abogo, en definitiva, por el fin del menosprecio del ama de casa- cocinera- abuela-esclava-, porque sin ellas el comedor escolar estaría lleno también de adultos deprimidos, obesos y huérfanos de estofado.