A los que nos gustan las cosas del comer nos atrae ese tipo de fiestas que han acordado en llamar Ferias Gastronómicas y que, a la postre, no son más que una reunión de tenderetes en la que cada uno se las apaña para vender lo que pueda, sea salchichón, queso de cabra o pulserita Inca. Con todo, las ferias resultan una excusa más que loable para la difusión del producto local, para el paseo dominical y el descubrimiento de algún pueblo que de otra forma no aparecería en mapa alguno. Si me apuran, y en el mejor de los casos, es una manera patria de ensalzar identidades culinarias destinadas a ser engullidas por la globalización alimentaria.
Con este fin, el pasado sábado se celebró una de las más curiosas de Catalunya: la Feria de la calabaza de Sant Feliu de Codines. Un evento sobre las bondades del gigantismo en las curcubitáceas importado de los países anglosajones donde, al parecer, les gusta el caballo grande, ande o no ande. A decir verdad nunca entenderé esa obsesión por “yo la tengo más grande”, pero ahí están las paellas y los bocadillos de record Guinness, los rascacielos y los portaaviones, para recordarnos lo mucho que fascina la inutilidad de lo enorme. Y sin embargo, hortelanos satisfechos se fotografiaron con un ejemplar tan saturado de abono que llegó a pesar 400 kilos. Unas calabazas solo aptas para colocarles cuatro puertas y tracción trasera y llevarte directa al castillo del príncipe que te arruinará la vida en cuanto te vea en zapatillas.
No sé si esa calabaza se cortó con una sierra mecánica y se repartió entre los asistentes para que la convirtieran en cabello de ángel, sopitas de color naranja o trocearla en un buen cocido de garbanzos y habichuelas porque empezó a diluviar y hubo que poner pies en polvorosa. En el camino de vuelta, pensaba en lo mucho que ha dado de sí una calabaza a la historia de la humanidad, desde servir de vasija en la que se cocieron- sin agua- los primeros guisos, allá por el neolítico y antes de que la arcilla la sustituyera como instrumento de cocción, las terroríficas calabazas del Halloween más comercial made in USA, hasta preparar esa delicia con ese nombre tan delicado y etéreo llamada cabello de ángel. Recuerdo, entre el paisaje casi otoñal del Vallés Oriental, las tortas de alma de Calanda como uno de los dulces más sabrosos de mi juventud- divino tesoro-, els pastissets de Tortosa que aún fríen en abundante aceite D.O. Siurana, las morcillas de Extremadura con calabaza, las simples rodajitas de calabaza y fruta seca que mi madre ponía al horno para acompañar algún pollo, los buñuelitos, los purés. Todo cosas útiles, nada de ñoñerías, nada de carrozas. Quien bien te quiera, te dará de comer. No hay más.
Risotto de calabaza, espárragos trigueros y perlas de trufa.
Con las manos vacías y sin curcubitácea alguna, me presenté en la puerta de mi amigo Sergio, un arquitecto que quiere ser cocinero, apicultor, animador en 3D, criador de tencas, cantante de ópera, fabricante de cestos de mimbre y columpios de madera para su hija, campesino entre los girasoles, sosteniblemente risueño y artífice de un mundo sin pesticidas. Él me enseñó como colgaban de una pérgola las calabazas con formas más extrañas que he visto jamás, cómo se retorcían y se mantenían suspendidas en el aire piezas que debían pesar no menos de 3 kilos.
Imagen Ana Ron.
Me dio dos de ellas y, sin embargo, sé que me sigue queriendo.