Como Dios me dio una nariz acompañada de rinitis, yo nunca olí nada en una copa. Yo callo y asiento en todas las reuniones y las comidas en los que la gente habla de cosas que sienten en boca y en nariz. Sobre todo si son mujeres, elegantes, esbeltas ellas, no como yo, que ando con andares de gorrión con prisas; sabias, porque conocen las variedades de uvas y hombres y las meten en sus barricas de dientes y roble; poderosas, porque la tierra que pisan y la lluvia que cae obedecen sus órdenes; mediáticas, algunas- ¡Oh, Ángela Channing, que en gloria estés con un coro de querubines enólogos!-, bellas, porque el vino es antioxidante y la piel que las cubre se torna impertérrita ante las desgracias ( ajenas); intensas, temerosas de la filoxera, y los hombres, de ellas, por pisar allí donde sólo varones recios aplastaban lo suyo. El dios Baco no quiso hembras en su cielo más que para fornicar con ellas una vez vaciada la copa. El hijo de Dios se hizo carne en un trozo de pan y su sangre se bebe en iglesias sin sacerdotisas. ¡Cuánta falta de amor en tu reinado, Señor!
Para compensar mi deficiencia, me deja ver/ leer relativamente bien, oír al prójimo y observarlo y, de vez en cuando, retratarlo. Yo soy como el personaje de Lorenzo Silva: alguien que encuentra un hueco en una mesa donde nunca le espera nadie, deja el bolso en un rincón por seguir haciendo algo y pide sólo vino blanco. Alguien que acaba charlando con interlocutores mezquinos cuyo sentido del humor se ceba sólo con camareros inexpertos y ocasionales a falta de rivales de altura, que no han sabido amar a ninguna mujer – tampoco lo merecían- y beben mediocremente bebida mediocre para ahogar penas.
Este primer relato, además de utilizar un título muy manido, no acaba de “escanciar” bien a su personaje. Juan Manuel de Prada relata con tanta agilidad que si la madre muerta le hubiera contestado desde el más allá con sus poderes telegráficos yo hubiera seguido leyendo. Yo hubiera podido seguir un ratito más con Puri, la de piernas rechonchas, de culo caído, por Dios y por la Patria; Loreto, la hermana de moral distraída, la cuñada afrancesada con la que bailar el último tango el día de difuntos, el abuelo que bebe Quina y se fuma la biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis , y el niño que mira en la semioscuridad del salón en qué consiste un duelo. Yo hubiera seguido leyendo a esta familia Telerín, porque con una copa de más, achispada es mucho más risueña y carpetovetónica.
La Venecia sin alma deja un regusto a canal saturado de tópicos, empacho de no sé qué, porque ni el autor encuentra su alma ni yo el sentido de la búsqueda; la ficción está demasiado peinada en la copa que sirve Boris en su relato de mujeres-tigresas. Una pena, aunque siempre se entera uno de las novedades en cirugía estética por los caminos más insospechados.
Espido y Rosa, Juan Cruz completan este retablo de siete historias donde las mujeres y el vino van de la mano. Y qué, si no.
Como Dios me dio una nariz acompañada de rinitis y a mi madre, en su infinita sabiduría y justicia, un cáncer de páncreas como herencia, yo aproveché la ocasión para empezar a beber. Y a viajar, sobre todo a viajar. Y bebí vinos muy buenos en aquello días de lluvia. Cada pequeña victoria, cada retroceso del tumor se festejaba con un Albariño- ¿te acuerdas, mamá, de aquel día en San Xenxo?-, un Ribera del Guadiana – cuando te cures, volveremos a Jaraíz de la Vera a comprar pimentón- un fino Palillo- aquellos duros antiguos que tanto en Cádiz dieron que hablar… cántala, mamá-, un Oporto cuando venían las visitas- ¿Te acuerdas del puente? ¡Qué bonita, Lisboa, joer!-, una Veuve Clicquot para los días de urgencias y morfina- déjame probar, sólo me mojo los labios-. Eran muy bonitos. Del color del vino..