Hace pocos días me preguntaba una muchachita que coincidió conmigo en una cena a qué llamamos literatura gastronómica. Salí por peteneras de la emboscada citando la novela de Laura Esquivel– diana segura- Isabel Allende, a nuestros manoseados clásicos del siglo de Oro, al tándem infalible Cunqueiro-Camba, pero en realidad mi respuesta no hizo más que acrecentar sus dudas y las mías.
Excepto en Como Agua para Chocolate donde la cocina es la protagonista absoluta, el medio y el mensaje, la metáfora de la vida, la alegoría de todos los sentimientos que bullen entre el coro de personajes, yo no me atrevería a hablar de literatura gastronómica per se, como un género con entidad propia y mucho menos cuando en él se pretenden incluir recetarios, libros de nutrición, guías y libros de cuya practicidad huye la literatura como de la peste. Incluso cuando se habla de la literatura del hambre en el Barroco creo que utilizamos la omnipresente hambruna de la época para calificar textos cuya pretensión dudo mucho que fuera el describirnos las duras hogazas y las pobres ollas, sino la simple condición humana, la agonía de un imperio con pies de barro, el falso esplendor de casi todo, el temor ante una muerte segura que sólo la comida puede conjurar.
La cocina o su ausencia están presentes en infinidad de obras literarias, cualquier época por la que empecemos a rastrear nos brindará multitud de ejemplos en los que la mesa y la cocina ofrecen un retrato fiel de la época, son el escenario en el que se desarrollan los sueños, los deseos o los temores de sus protagonistas. A través de las diversas formas de comer vemos el mundo que los envuelve, las recetas son a su vez la metáfora de la transformación comestible de un paisaje ( la literatura de viajes tiene una hermandad indiscutible con la gastronomía), el simbolismo que cada pueblo otorga a su comida, sus liturgias, incluso sirve para presentar utopías político-culinarias (Carvalhos y compañía) de una manera gozosa, inteligente y a ras de suelo.
El lenguaje, entonces, se torna vívido, áspero o sutil, evocador, trascendente, connotador, se estiliza, declama sabores o araña la memoria. Del mismo modo que creo que la literatura gastronómica no es un género, sí creo que para hablar de gastronomía hace falta un estilo. Lo contrario es caer en el mercantilismo y eso ya ni siquiera es literatura.
Sobre la existencia en la actualidad de la denominada literatura gastronómica, sólo recordaré que hasta hace tres años – antes de la hecatombe- la cátedra Sent Soví , cuya primera obra premiada, Un Apetito Feroz, memorias gastronómicas de Giacomo Casanova, es uno de los mejores libros sobre el siglo XVII que yo haya leído, aún se molestaba en premiar ensayos y obras de ficción donde la gastronomía fuera el hilo conductor de los textos. Ahora la Cátedra y sus premios han hecho mutis por el foro.
A pesar de todo, dicen que las editoriales necesitan más madera, que los títulos se amontonan- incluso se escriben novelas negras de escenario cocineril- y que el periodismo gastronómico vive su momento de gloria, pero lo cierto es que los autores más leídos son médicos que nos ayudan a autoflagelarnos por nuestros excesos o presentadores televisivos, personajes escuálidos que no me sugieren ni el más mínimo fervor por la comida.
En cualquier caso, vaya por delante que desearía que la literatura gastronómica existiera, que existieran siempre las Letras Comestibles, que el mundo fuera una gran cocina donde todos comieran cultura, que se le dedicaran muchos glosarios como el que yo tengo entre manos, este pequeño manual de golosos que acaba de editar el Instituto Cervantes.