La cocina griega es nuestro punto de partida, decimos con la boca pequeña.
Algunas cocinas caen en desgracia como los pueblos que las sirven. O quizás peor, se olvidan. El curso de la historia es un péndulo que oscila de la gloria a la decadencia y arrastra con él todo lo creado, como si nada anterior a la hecatombe mereciera ser recordado. La cocina griega y su cocina civilización han quedado hecha añicos. Ellos nos enseñaron El Banquete y su ritual civilizador y nosotros hemos enterrado a todos los neoplatónicos.
Aplastada por la preponderancia de todo lo asiático, ridiculizada por los pseudohelenos del Quartier Latin, la cocina griega, una de mis cocinas favoritas, se desprestigia a marchas forzadas. Se salvan tres o cuatro grandes productos- aceites, olivas, quesos, frutos secos, miel, yogurt- y algunos platos que son de dominio común- pikilias, dolmadakias, moussakas, gyros- , pero, en general, una de las más sabrosas cocinas del Mediterráneo, geográfica y culturalmente obligada al mestizaje entre Oriente y Occidente, está siendo relegada al baúl de las gastronomías rústicas o involucionadas, lo que equivale a una esperanza de vida muy corta fuera de los escenarios pastoriles que la vieron nacer.
La cocina griega es, sin embargo, el substrato de la española, la italiana, la provenzal e incluso la magrebí; pero este lazo común, su existencia misma o invención de la llamada dieta mediterránea es, en realidad, lo que está en juego, por más Patrimonio Inmaterial de la Humanidad que la Unesco se empeñe en declarar con toda la pompa gastronómica. La globalización, que empezó por traernos gustos y modos de la América profunda, nos lleva ahora a todos los confines de Asia, desde Vietnam a India, de Pakistán a Singapur. Para un neófito es casi más fácil reconocer, hoy por hoy, un aroma a curry o el omnipresente sabor de una salsa de soja que el perfume de un hatillo de romero, tomillo o mejorana, un deje a comino, un regusto a semilla de coriandro, a pesar de ser ingredientes de nuestra propia cultura gastronómica.
El exotismo es un valor en alza y el estigma de la ruralidad pesa demasiado en la cocina griega que juega, sin embargo, con elementos potencialmente muy sofisticados y llenos de sensualidad ( resinas mentoladas, flores comestibles, aguas de azahar o de rosas), pero vinculados por tradición a una cultura rural, pobre, pastoril o marinera, de cocciones largas y profusión de cereales- cebada y trigo- , legumbres- lentejas y garbanzos-, hortalizas, carnes grasas- cerdo, cordero-, quesos rústicos. Algo de lo que adolece la cocina japonesa, por ejemplo, tan dada al brevísimo uso del calor en los alimentos y a la poca grasa que suelen acumular la gastronomía de un pueblo originariamente casi vegetariano por influencia budista. No olvidemos que la gastronomía es también un modo de distinción social y los poderosos son hoy, además de ricos, delgados.
En cualquier caso, al margen de las tendencias gastronómicas desfavorables, yo adoro la cocina griega, sobre todo in situ. Una moussaka en Corfú no se olvida fácilmente. Cuando veo a Tonia Buxton desde su Chipre natal elaborar una simple ensalada, rellenar flores de calabacín cogidos al alba, preparar deliciosas sandías almibaradas con agua de rosas, participar con tanta pasión en banquetes familiares en honor de antepasados que hace décadas que desaparecieron, presentes y venerados aún por todo el clan, las risas solidarias de este festín popular, no puedo por menos que añorar la cultura que enseñó al mundo las reglas de la convivencia y la democracia a través de un banquete. Una mesa como lugar de comunión entre la tierra y el cielo, entre los dioses y los hombres, los vivos y los muertos
Imagen Tonia Buxton en el programa «La meva Cuina Grega»
http://www.youtube.com/watch?v=YBLhpqQf64M
La historia del destronado príncipe Ersictión, narrada por Calímaco y recogida en La Historia de la Alimentación de Montanari y Flandrín ( Ediciones Trea, pag. 72), me parece el ejemplo perfecto para comprender la imbricada relación en la cultura clásica griega entre la comida comunitaria de los banquetes y la propia esencia de civilización: las normas de convivencia, el respeto por lo sagrado, la solidaridad, la distribución del trabajo y el disfrute de un bien común en forma de alimento. El hambre voraz y solitaria al que es condenado el príncipe griego por parte de Deméter y Dionisos ( diosa del cereal y dios del vino, respectivamente) por haber osado celebrar un festín en tierras sagradas simboliza su falta de humanidad, su egoísmo, el despotismo frente a las normas comunes. La voracidad de un Ersictión condenado a la animalidad, su infelicidad lejos de todo ritual cultural y comunitario es, en resumen, cómo el imaginario griego formula la tragedia de aquel que “excluido de la sociabilidad del banquete, se ve también expulsado de la ciudad, de la civilización griega y de la humanidad”.