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DESQUICIANTE COCINA: GASTROTENDENCIAS EN BARCELONA

 

calamar muy bien

Me preguntaban hace pocos días para una entrevista en  la revista Sobremesa qué opinaba sobre la recuperación de los platos tradicionales. Como no me gusta, ni creo estar capacitada para sentar cátedra, reflexiono en voz alta  al hilo de la pregunta de mi interlocutor.

Mi primera reacción es favorable, cómo no.  Si la gente ya no cocina en sus casas y la transmisión oral  no nos garantiza la perpetuidad de un legado cultural, tendrán que ser los restauradores y la industria editorial los que se encarguen de conservar las muestras fosilizadas de una visión comestible del mundo.

Cada plato que se pierde es una lección de supervivencia que se va por el retrete y me encantaría que el legado culinario estuviera vivo, vigente. De la misma manera que cualquier pueblo lucha por el uso real y efectivo de su lengua en todos los ámbitos, me gustaría que la cocina autóctona fuera algo más que un corpus disecado como una mariposa muerta.

Se lanza mi interlocutor con la pregunta clave: ¿es este interés por la cocina tradicional producto de la crisis?  Creo que no, aunque ya se sabe que,  cuando no hay dinero, no es el momento de gastarlo en experimentos. Pero no hay que olvidar que las manifestaciones culturales son  siempre pendulares: del abstracto a la figuración, del realismo a la vanguardia,  y vuelta a empezar. Después de una época de investigación, sobreabundancia y locura creativa, nos interesa la cocina raíz simplemente porque, tras el empacho de espuma y aire, nos apetece un sólido  cocido. Forma parte de la condición humana y no creo que este giro deba explicarse estrictamente por razones culinarias o económicas,  sino como espejo de una sociedad desquiciada, hastiada, llena de miedos y de dudas,  que ha idealizado el mundo rural y un pasado ,que no fue mejor,  simplemente como método para relanzar nuevos  negocios en alza, que quiere alcanzar la salvación alimentaria al tiempo que engulle armas de destrucción masiva en cápsulas,   se aferra a la tradición mientras devora  tendencias efímeras, algunas absurdas, y, la mayoría de ellas, muy caras.

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Luego, la crisis no es la razón por la que ahora uno pague por un plato de cocido lo que antes le costaba una espina de  rape deconstruída, sino el afán de cambiar, probar, estar al día, seguir las tendencias de moda,  como un fashion victim movido por los medios a su antojo. Y todo ello, en un país en  el que el Banco de Alimentos no da abasto.

Es  mi obligación  como periodista  seguir  el rastro de todo aquello que se mueva en cocina.  Lo describo, lo juzgo- a veces- , hago un intento vano por clasificarlo y otro intento,  aún más nulo, por reflexionar sobre ello.  Me pregunto si los sociólogos de la alimentación habrán encontrado ya una razón para tan  desquiciante cambio de tendencias cada dos horas, o si, simplemente, debería darme una vuelta por el cuerno de África y volver  con las ideas claras.

En pocos años hemos visto una gran proliferación de outlets culinarios. Cualquier cocinero de renombre tiene segundas y terceras opciones de negocio para dar salida a sus pruebas de laboratorio antes de que Hacienda les cierre la barraca. En reducidos espacios– barras y pocas mesas-, eso sí,  pero,  con decoraciones estudiadísimas.  Con menús degustación o la opción de picotear/compartir,  con precios reducidos (¿) y raciones ad hoc.

Los hay tan modernos como se pueda ser, o tan clásicos como la moda dice que debemos ser. Los hay que fusionan todo lo fusionable, y los hay que permanecen fieles a unas raíces que enarbolan con orgullo en nuevas casas de comida, neotabernas, bistros, etc, etc. Los hay que se enorgullecen de sus hornos de leña y sus brasas, los hay que siguen enamorados de la luz que ilumina sus cocinas altamente tecnificadas.

Evidentemente, se conjuga en esta ciudad de los prodigios lo localista renovado (¿) con lo que en su día fue étnico, foráneo, exótico y lejano. Cosas de la globalización. Todo el mundo conoce las fusiones japoperuanas, las cocinas thai, indochinas, magrebís o exsoviéticas….. acompañadas de mongetes del ganxet.

No falta tampoco  la  bandera de la proximidad, lo ecológico y lo  orgánico en cualquier local que se precie, porque es bien sabido que no hay nadie más comprometido con el medio ambiente que un urbanita en un  Audi cuando va a visitar los huertos donde crecen las delicatessen que sólo los restaurantes de alta cocina se pueden permitir comprar.   Los vegetarianos y los  veganos tienen también su espacio y lo han de compartir con la resurrección de la hamburguesa que ahora es para gente elegante, chic y comprometida; las butifarras y los pepitos o los templos porcinos. Esta última tendencia a la especialización ( cocinar con huevos, cerdo o tomates de la huerta) me tiene especialmente intrigada.

Las vermuterías y su olor a vinagrillo y a rancio pisan también con fuerza, añoranza de domingo y churrería. Ay! Pero más caras…

Y qué decir de aquellos que ni siquiera quieren ya comer en público y buscan lo privado y exclusivo, con chefs que trabajan a la vista de unos  pocos privilegiados, cual cortesanos en sus palacetes.

O los que buscan el colmo de lo auténtico (¿) en las casas de particulares que ofrecen sus servicios a cambio de una rica conversación multicultural y algo de dinerillo extra.

Y la lista se hará larga….. Como en el soneto de Juan Ramón Jimenéz “el pueblo se hará nuevo cada año”, se renovará con el paso imparable de los días ( espero)  y la voracidad de esta ciudad incansable.  En  medio de este maremágnum de novedades  gastronómicas inclasificables cada vez será más difícil dotar de sentido  tanta locura culinaria. El signo de los tiempos nos  clasificará   con terrible crueldad entre foodies o usuarios  de comedor social.


1 comentario
Veronica

diciembre 17, 2014 @ 19:07

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A mi los restaurantes que ofrecen comidas de estas muy elaboradas pero que luego te toca media porción ni me molesto en probarlos, ya hace mucho tiempo que me canso de pagar barbaridades para no cenar como se merece

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Por Ines Butrón
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