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Del Colmado al Restaurante: ruta por Barcelona

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El olor a Colmado debería ser perfume histórico protegido por la Unesco.

Hay lugares en Barcelona a los que vuelvo con asiduidad, menos de la que quisiera, pero más de la que debería. Son  mis lugares fetiche, los que me atrapan, me seducen, me sugieren mil historias mientras como y fantaseo, que es, no necesariamente en este orden, lo que más me gusta hacer.

Son restaurantes con un pasado muy rico en el más amplio sentido de la palabra, saben más de nuestros modos de comer que todos los observadores de la alimentación juntos. Han vivido el paso del hambre a la sobreabundancia, de la cartilla de racionamiento, al racionamiento del tocino por  “prescripción médica”, del día sin postre, al postre “sin”. Fueron tiendas de ultramarinos, colmados, charcuterías, mantequerías, confiterías algunos, “botiguetas” todos; dieron color y sabor a la ciudad y llenaron  sus calles con más  alegría navideña que todas las luces del consistorio juntas. Cada año, el mismo retablo comestible en lecho de mimbre, a duro la papeleta: la silueta  de un pata negra con mucha chorrera en el córner, los espárragos, rígidos, en formación,  los  melocotones de Calanda al lado de las  señoritas de Santoña,  los varoniles -el manchego, el de Jijona y el de Cognac-  siempre en el centro; los vicios, en francés y  terrina, semiocultos de espumillón, los pecados, en ruso y cofrecito… La vida según el tendero…

Muchos de ellos desaparecieron, otros perduran como lo que fueron, grandes colmados  a  los todos estaríamos dispuestos a encadenarnos en el caso de que hubiera deshaucio o demolición a la vista, porque todos ellos se llevarían por delante nuestra historia “con la comida”, que no es lo mismo que “la historia de la comida”. Ahí está El  Colmado Quilez con su fantástico escaparate de latas apiladas, o El Murria, joya del modernismo comestible, con ese cartel de Anís del Mono que elevó al mismo a la categoría artística, siendo el bicho badalonés el emblema más feo que se le puede poner a cualquier cosa bebible. Todos ellos son calificados por los barceloneses como lo más querido de su pequeño comercio, al que añadirían, quizás,  las farmacias de barrio de la misma época que, además de ser muy bellas, destilan generosidad y amor vecinal con bata.

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No todas las épocas, sin embargo, han sido tan comprensivas con su legado cultural (que es la etiqueta que deben recibir). Ha habido mareas  urbanísticas destructoras y modas gastronómicas que preferían ocultar el gran espectáculo de un escaparate con comida a la entrada de un comedor. Recuerdo, por ejemplo, que a principios de los 80, recién aterrizada en Barcelona, me encantaba comer en los bares de La Boquería o, en su defecto, me gustaba El Gran Colmado, un lugar que ya entonces propiciaba lo de las mesas compartidas, los taburetes muy altos e incómodos ( nada es perfecto!), pero con las estanterías rebosantes de comida. Si el pedido  tardaba,  pues empezaba a leer etiquetas. ¡Había mucho que aprender!

Nosotros que somos unos enamorados de este  comercio que resiste y se adapta a los nuevos tiempos sin cambiar lo fundamental, hemos hecho un pequeño recorrido por algunos de estos lugares emblemáticos en la Ciudad Condal, y hemos escogido cuatro, más uno de mis preferidos en la zona del Maresme ( yo escribo, yo escojo:)). Nos dejamos lugares e historias que darían para llenar más páginas, pues todos sabemos de restaurantes como Los Caracoles (el más antiguo de todos ellos) o El Nuria, que en su día despacharon comida. No hemos reparado en  algún lugar esencial que, quizás, tú conoces y te gustaría que los demás lo supiéramos. Añádelo en forma de comentario- para eso estás en un blog:)-, porque nos va a encantar. Pero el espacio nos da sólo para cinco rincones que vale la pena visitar, cinco restaurantes con vocación de colmados, o viceversa, llenos de encanto, de buena cocina, de historia y  de autenticidad.

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El Jabalí: Cary Grant y sus embutidos.

A Mayte Martín, la voz más desgarradoramente dulce del flamenco español, le gusta El Jabalí, ella es “de la casa”.  Para nuestra última entrevista me citó allí y no hizo falta que me diera la dirección. El Jabalí es una de las referencias del barrio de Sant Antoni. Sus propietarios regentaron charcuterías en el mercado del barrio y alguna cafetería que desapareció para dar paso a este local emblemático que tiene una de las terrazas más concurridas de la zona. Allí van siempre los vecinos, los turistas y la gente del artisteo del Paralelo a  los que les gusta esta decoración suntuosa, mezcla de Art Déco y homenaje póstumo ( lo del escaparate con fotos de los grandes del Star Systems fue cosa de una tal Paquita Fisa) , más su jamón de bellota y su ensaladilla. En su segundo piso, con su aire de palco teatral, las  pequeñas mesas acogen parejas y gente que gusta de la charla íntima con embutidos de calidad. Si hace sol, la terraza es perfecta para una tablita de quesos, unas croquetas y  unas cañas. Si el día pinta mal,  barra,  periódico y un poco de conversación. En el peor de los casos, 100 gramos de esto y de lo otro, y “pa” casa.

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Casa Alfonso: un bistrot a la catalana

Casa Alfonso me quedaba a tiro de piedra de la radio. Su decoración cálida y acogedora, casi exacta en tres décadas (aunque su historia es mucho más larga)  y esa magnífica entrada con lo mejor de la charcutería nacional e internacional, es un reclamo al que difícilmente me he podido resistir nunca. Al mediodía era casi inevitable sentarse en su barra de mármol, dejarse tentar por  sus cazuelitas, su ensaladilla, sus patatas al cabrales, su morcilla de Burgos, las berenjenas fritas con chorrito de miel, las alcachofas de mil formas…. Por la noche, las mesas del comedor escondidas tras el pasillo, a media luz, entre cortinajes y cuadros, eran el sitio ideal para el reposo y el disfrute de un producto impecable: un buen filete, un magret de pato, una tabla de ibéricos y pan de cristal, un Riesling… Una dosis de serenidad comestible  en una vida a trompicones.

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Casa Alfonso tiene un pasado como almacén de curtidos que se remonta a los años 30. Pasaron una guerra, una postguerra, llegaron a la transición preparando bocadillos en pan de Viena y se afianzaron en  los 80 con la voluntad de abrir un restaurante que hoy aparece en todas las guías. Es fácil en un día cualquiera encontrar un grupo de cruceristas comiendo al lado de un personaje público al que se le realiza una entrevista en este magnífico restaurante que ha sabido mantenerse fiel a su imagen y  a la mejor  cocina de mercado con producto excelso.

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Can Ravell: dárselas de pan con manteca

Buscando un poco por la red sobre el consumo de mantequilla y margarina en España, me encuentro con un artículo muy interesante  sobre el origen de las Mantequerías Leonesas en Madrid y el cambio económico que supuso la  costumbre de sustituir el chocolate típico de los desayunos españoles por el café con leche, la tostada y la mantequilla entre las clases más pudientes. Un asunto que, a primera vista, pudiera parecer trivial abrió, como muchos otros en la historia de la alimentación, nuevos horizontes económicos para aquellas zonas del norte de España que suministraban la leche al resto de la Península, además de una  despensa más y mejor surtida a unos españoles poco habituados a los lácteos. Incluso, en los 70, cuando  se tardaban cinco horas para llegar en coche desde el Principat hasta la Ciudad Condal, en las casas de los obreros no había más que leche condensada que se disolvía en agua caliente y un trozo de queso de bola reseco del anterior viaje. Algo incomprensible para una adolescente criada con  tetrabriks y mucha, mucha mantequilla.

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De ahí que las casas como las del Señor Ravell tuvieran todo mi apoyo moral desde que aterricé en la ciudad. Y mi amor por  su mantequería, por todas las mantequerías del mundo, fue in crescendo hasta alcanzar su momento cumbre en una espantosa tarde de bochorno del mes de julio en la que tuvimos que parar el coche en plena calle Aragón para comprar una mantequilla de Normandía con sal de Guérande. Los antojos de las embarazadas no tendrán base científica, pero ningún padre quiere que su hijo llegue al mundo con seis dedos, uno, exclusivamente,  para untar.

Desde entonces he entrado mil veces en esta mantequería que regenta el Señor Ravell con bonhomía, buen gusto, y una fidelidad al oficio fuera de lo común, pues llevan 85 años con la persiana levantada y aún atienden con la misma exquisitez. Sus estanterías están repletas de los mejores productos nacionales que, ahora, gracias a  las redes sociales, se exhiben virtualmente para que sus clientes y amigos sepan de la llegada de los torreznos, els fesols de Santa Pau o el queso Picón. Una labor que va más allá de la venta y distribución, pues, en definitiva, este tipo de establecimientos mantienen viva toda una red de pequeños y medianos productores locales que se nutren de la venta en tiendas gourmets como la del Señor Ravell. Mantienen viva la cultura gastronómica local.

Al final del pasillo, está además, el restaurante y un servicio de cátering para un máximo de cien personas: cocina impecable de mercado, suculenta, de sartén,  cazuela o brasa, pero siempre auténtica, como esta mantequería a la que le deseamos que celebre el centenario con muy buena salud.

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La Coloma: marineros y gourmets.

Esta era  una de mis debilidades allá por el 89: salir de trabajar un viernes por la tarde, dejar en casa los exámenes de los alumnos de Premià, peinarme un poco e ir a cenar a La Coloma un carpaccio de tomate con jamón de pato y parmesano, un salmón marinado y, quizás, un tartare de ternera con un vino de Alella.  Cualquier cosa que pidiéramos en este barco con pintas de charcutería elegante, o viceversa, estaba bien elegida, pues sus propietarios (ya en la segunda, quizás,tercera generación) también venían del mundo de la “botigueta”  y el trato con el vecindario de  El Masnou, hasta que la oportunidad de abrir cocina en El Port de Masnou dio mayores vuelos a su negocio. Puesto que alguna vez he dejado escrito mi paso por allí, les remito al artículo en cuestión. Su visita vale la pena, pues es, sin duda, una gran, gran charcutería, con una cocina marinera impecable, un servicio correctísimo y una atención primordial a la calidad del producto.

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La Garriga: tú sí que sabes!

Quizás es de las más modernas (por lo que a la fecha de apertura y el interiorismo  se refiere), aunque La Garriga cuenta ya con una tradición charcutera que se remonta a los años 50. Las familias Pedró y Subirats tenían ya una larga experiencia en otras tiendas de Madrid y Zaragoza, además de otro restaurante en Barcelona, antes de que se abriera este de la calle Mallorca. Ellos dicen que es “un restaurante con vistas a la charcutería”, que me parece un slogan precioso, porque no hay nada más espectacular que una despensa bien surtida, la exuberancia de unas estanterías repletas. Un ejemplo más de que los fogones de muchas trastiendas de colmados,  charcuterías o  mantequerías han escrito grandes páginas de la historia gastronómica de esta ciudad. Y lo que es mejor, perduran, y perduran, y perduran…..

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5 comentarios
Inot

mayo 6, 2016 @ 18:29

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Por donde empiezo!!!

Ines Butrón

mayo 7, 2016 @ 06:59

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No importa! Todos son muy buenos y todos merecen una visita, si es guiada, mejor:)

Un saludo «querido» lector.

talanca

mayo 10, 2016 @ 12:13

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Ea Cary Grant, con C.
Google es tu amigo en estos casos: https://www.google.es/search?q=cary+grant&biw=1600&bih=766&source=lnms&sa=X&ved=0ahUKEwizwfjAvc_MAhXDLsAKHcS8Bl8Q_AUIBSgA&dpr=1

Ines Butrón

mayo 10, 2016 @ 13:19

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Gracias por darte cuenta, «atento lector». Lo corrijo inmediatamente:)

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