Siempre me impresionó Can Culleretes. Sus vastos salones, los arcos que separan los comedores, los plafones de cerámica de Xavier Nogués sobre las que se apoyan muebles de maderas nobles, mesas de impolutos manteles blancos, las sillas de enea, las lámparas con cierto toque modernista y esa galería inmensa de fotografías de una época en que la gente famosa llevaba su foto en la americana y sólo tenía que firmarla en el momento oportuno. Ahí está Mario Cabré, mirando al infinito, como oteando esa eternidad que sólo les pertenece a los artistas. Y a un fumador en pipa que no atino a reconocer, y a la de Alba, terrateniente de melena afro y académico marido, y a la gente de la farándula que llegaba de los teatros de La Rambla, del Liceo, o de vaya usted a saber de qué jolgorio inconfesable con bastante hambre.
Pero, hoy me detengo a observar esos frescos de las paredes en los que nunca había reparado: un álbum de bodas del siglo XIX pintado en los muros de un restaurante, desde la salida de los novios de la Catedral hasta la llegada en carruaje de los invitados a las puertas del establecimiento! Magnífico, sólo fotografiado – no comprendido- por grupos de taiwaneses que devoran en media hora un menú concertado.
Y, entonces, no me queda otra que echar la vista atrás, volver a hojear Vint Segles De Cuina a Barcelona de Néstor Luján, el mejor recorrido escrito – hasta ahora- por la historia de la ciudad de mesa en mesa, desde mediados del XVIII hasta la hecatombe de la Guerra Civil Española. Allí encuentro la clave de este lugar fechado en 1786. Traduzco del catalán con el permiso del autor:)
En el s.XVIII ocurren dos importantes novedades dentro de la restauración pública: el nacimiento de las chcoclaterías y los cafés. De chocolaterías, todavía queda alguna de esta época en Barcelona, hoy convertida en restaurante, una chocolatería que data de 1786: nos referimos a Can Cullertes. Inicialmente fue un establecimiento elegante que se dedicaba a servir repostería, sobre todo el celebrado menjar blanc, e introdujo la cucharilla de metal. Los camareros pedían estas cucharitas en voz alta y constantemente a las chicas que lavaban los platos: «Noies Cullertes», decían, por lo que ese fue el nombre que le quedó a la casa «Can Culleretes».
Can Culleretes servían toda clase de dulces típicos de la leche y el cacao, hacía chcocolate, café con leche, crema, mató de leche, de Pedralbes, leche de almendras, menjar blanc, siropes de diferentes frutos. Fue tan famosa esta lechería, como algunas de sus coetáneas, y muy acreditada. Podían ir las damas, sin miedo de ser menospreciadas, gente respetable como las damas y los eclesiásticos, que, en cambio, en un café, serían mal vistos» Pags 77/78
Pero esto fue sólo el inicio, porque, una vez entrado el XIX , el S. Joaquim Pujol, nieto de la portera de convento «fora muralles» que inició esta aventura, lo vende a la familia Regàs. Tito Regàs da cabida a intelectuales y escritores de la época que, además de hablar de Verdaguer, organizar Jocs Florals y otras cosas muy sesudas, encuentran buena cocina tradicional catalana. Ya lo diría Ferràn Agulló unos años más tarde y, de momento, parece que dio en el clavo: » I que Catalunya, igual que té una llengua, té una cuina pròpia.»
Luego llegó la guerra y el día del plato único, el día sin postre, la cartilla de racionamiento, y el día en que el preso Miguel Hernández le dedicara una Nana a una cebolla.
Mala época para Can Culleretes. Sólo la sombra del hambre recorriéndolo todo, racionamiento y extraperlo para intentar conseguir una comida digna más allá de un pan negro y unas lentejas de Negrín, agusanadas e incomibles.
Cuenta LLuís Permanyer en un artículo lleno de anécdotas del establecimiento:
«Durante el franquismo, cayó en un descrédito considerable, pues se comía muy mal. En 1950 se quedó el negocio Antoni Jaumà, cocinero, y su hermano. Por suerte, se lo compraron Francesc Agut, sobrino del restaurador Agustí Agut, quien fue su maestro, y su mujer Sussi Manubens. Supieron darle la vuelta como a un calcetín, que buena falta le hacía. Hicieron la carta, afinaron la cocina, ajustaron costes y consiguieron que en poco tiempo se convirtiese en un establecimiento de referencia para los artistas, escritores y para las personalidades culturales del momento. Por ejemplo, el violinista Costa, el maestro Toldrà, el compositor Mompou, el torero Mario Cabré, el periodista Sempronio, los pintores Puigdengolas, Muntaner, Abelló, Balanyà, Créixams o Planas Gallés, el titiritero Castanys, el editor Miracle, el ceramista Llorens Artigas. Algunos que venían de Madrid, como el escultor Ángel Ferrant. Este ambiente favorecía la organización de peñas. Y, por descontado, no faltaban exstranjeros. Se había convertido, pues en un restaurante de renombre, enriquecido con personalidad, una atmósfera cálida y simpática, donde se podía ir a menudo, gracias a unos precios razonables”
Y esa es precisamente la filosofía de la cocina de Can Culleretes desde entonces. En el restaurante no se hace cocina moderna o contemporánea, sino cocina tradicional catalana de mercado, cosas de casa, de la familia: un pica pica de pescado y marisco, unos buenos canelones de carne o de espinacas con brandada de bacalao, jabalí, oca o el cochinillo a la catalana, escudella y “carn d’olla”, dorada al horno, guisos caseros… Nada más apropiado por su historia y tradición. El restaurante abre las puertas al público a la una y media del mediodía, pero desde las nueve de la mañana se trabaja intensamente para dejarlo todo a punto. Mientras los cocineros preparan guisos, Montse y Alicia elaboran los postres caseros que se servirán aquel día, de entre los que destaca “El Sisquet”, un postre en homenaje a Sisco.
La carta cuenta con diferentes menús, a precio cerrado y platos a la carta, así como recomendaciones del día. Entre los menús, destacan el Menú 1786, en el que se recogen los platos más famosos que han dado fama al restaurante, como el arroz a la cazuela, los canelones “de siempre”, el civet de jabalí o la clásica botifarra con monchetas. Sin pretensiones, con un producto de mercado, de la Boquería, y proveedores que trabajan con los Agut-Manubens desde 1958, Can Culleretes ofrece una cocina y unos platos sin artificios, con productos identificables, que definen la cocina de un restaurante de toda la vida y de la gastronomía catalana de mercado.
Carme Peris
octubre 25, 2016 @ 07:44
Molt be el repàs a tota una història de Can Culleretes gestionada desde el 1958 per en Quico i la Susi, la Montse i la Alícia i ara afortunadament continua la saga, que per molts anys poguem gaudir d’un restaurant emblemàtic a Barcelona molt estimat pels barcelonins, i, molts més, gràcies
Ines Butrón
octubre 25, 2016 @ 11:44
Gràcies! Fins la propera!