La niña de mis ojos es un nombre curioso para un restaurante hasta que uno conoce a Dácil Alvarado, mujer de Javier Muñoz Orobitg, chef de este precioso rincón verde ubicado en la parte alta de Barcelona. Y es que este local nació a la par que el último de los hijos de esta pareja que regenta el lugar con oficio, amor – sobre todo por la cocina- y buen gusto. Javier mamó el conocimiento desde niño porque su padre dirigió la Escuela de Hostelería de Barcelona, además se curtió en un emblemático y enorme restaurante de Sant Cugat del Vallés donde se servían comidas en un estilo y una época muy distintas a la de ahora; cocinas de brasas y fogones, sin roners, ni jospers, ni nada que facilitara un trabajo que era enteramente artesanal y complejo. Con todo, estos años sirvieron a Javier para sentar los fundamentos de su trabajo, pero, sobre todo, para aprender a gestionar, prever, organizar y dirigir una cocina profesional en la que se palpa y se saborea vocación, un enorme trabajo de elaboración previa y una voluntad férrea por sacar este proyecto adelante .
En la primera planta y a nuestra llegada, entre las plantas que dan color y frescor al restaurante, vemos a un chef que se asoma desde su cocina vista y saluda, atiende y responde algunas de nuestras preguntas. Nos enseña su kamado o brasa japonesa que da un toque ahumado al ingrediente, insiste en estar siempre controlando personalmente todos los procesos y comenta que prefiere una cocina de siempre, bien estructurada, pero con elementos que la distingan y la doten de personalidad. La técnica sirve al sabor y el sabor es el único fin de esta carta en la que leemos propuestas reconocibles, platillos para compartir- también algunos platos redondos y únicos como el clásico steak tartare o algún arroz- tapas, en definitiva, que se han sofisticado con toques audaces y contemporáneos. Todo está mimado al detalle, todo gira en torno a la La Niña de sus Ojos.
La cocina de este bistrot de la calle Laforja es de mercado, otra expresión que obliga a su jefe de cocina a buscar lo mejor de cada estación y, aunque nunca me gustó la expresión bistronómico, debo decir que me veo obligada a utilizarla para indicar que en este tipo de cocina de origen sencillo se ha escalado un peldaño más hacia la excelencia. Nuestro menú es prueba irrefutable de que todo, incluso lo más simple, puede ser infinitamente mejorado si se contemplan los platos como partituras abiertas que pueden ser interpretados por excelentes artistas.
Decidimos, pues, tras una copa de vino y un vermut, dar el pistoletazo de salida a esta comida que disfrutamos en un rincón del piso superior, junto a la luz del día que irradia la cristalera de la terraza. El ambiente es sumanente relajante y el servicio aporta su grano de arena en este momento de calma.
Picoteamos unos edamame y unas patatas soufflés para empezar. Veremos en casi todo lo elegido destellos asiáticos como viene siendo habitual últimamente, incluso en estas bravas, que son la niña de sus ojos, hay un alioli con sésamo negro y saté. Pero lo mejor es esta increíble preparación que va más allá de las bravas by Arola. Un mil hojas de patatas confitadas que, una vez prensadas y con un golpe rápido de fritura, se han convertido en un riquísimo lingote de bravas. ¡Formidable!. Tras ellas llegó otro plato de raíz popular, pero en una versión realmente espectacular: una esqueixada dentro de un tomate escaldado, envuelto en polvo de la propia hortaliza sobre una sopa de gordal. De una frescura y de un sabor espléndido, amén de la filigrana estéticotécnica.
El tataki no era “uno más”. Además de un punto de jugosidad perfecto, se componía de berenjena asada, miso, wasabi y unas cortezas muy crujientes que deducimos que estaba preparadas con la propia piel del animal. Nos gustó y nos sorprendió por su perfecta armonía de gustos y texturas los raviolis o bombones de gambas y sepia sobre una salsa americana muy sabrosa.
Estamos en un claro in crescendo de nivel gastronómico sin movernos de este pequeño bistrot. Para rematar pedimos un canelón de Ossobuco- que no de rabos de animales varios- aprovechando el túetano de este corte de la ternera incomprensiblemente en desuso para hacerlo más untuoso, trufa, shimeji y una salsa que es un perfecto fondo moreno reducido a demiglace sin atisbos de concentrado industrial ( haberlos, haylos).
De postre, un brownie nada empalagoso. Nos recomendaron la torrija, pero nos decantamos por el chocolate habida cuenta del alud de torrijas que inunda las cartas de Barcelona de un tiempo a esta parte. No entiendo este delirio de los últimos meses por proponer este postre tan cuaresmal en todos los restaurantes. En poco tiempo hemos pasado del desconocimiento de este postre tradicional por estos lares al bombardeo del brioche empapado en leche, pasado por la plancha con mantequilla y acompañado de algún helado. Con todo, para quien ame este dulce, esta es su mesa.
La Niña de mis ojos es, pues, un rincón que nace de un amor por el oficio y es, sin lugar a dudas, un lugar recomendable porque su cocina es bistronómicamente honesta.