La sopa minestrone era una de mis preferidas. Sencilla, colorida, sabrosa, bautizada con lluvia de Parmesano y perfumada de albahaca,  ligaba legumbres y verduras en un mar de abundancia, humilde e invernal,  la cucharada de un Mediterráneo «povere«,  pero aún limpio de soberbia.

perfecta

En casa la habíamos descubierto gracias a uno de esos sobres que  apañaban cenas rápidas allá por los 70 del siglo pasado, que es época lejana en términos culinarios, pues marca un antes y un después en nuestras costumbres alimentarias y  nuestro imaginario de lo saludable. Entonces, a la industria agroalimentaria se le rezaba un padrenuestro diario  por  proveer nuestras mesas  de europeos bajitos con el  pan Bimbo de cada día bien untado de Tulipán, la Nocilla hacía crecer enérgicos a los niños y las sopas y cocidos de nuestra vieja dieta mediterránea empezaban a hacer mutis por el foro, eclipsados por el brillo del incipiente fast food.  Las cenas con sopas de ajo, tomillo y pan duro pasaron a mejor vida, sustituidas por la rapidez de un sobre comestible  que en  casa mi madre enriquecía con picatostes, huevos duros, trocitos de panceta o pedazos resecos de  quesos manchegos que andaban por los rincones olvidados de la nevera.  Y ahí, sin saberlo, descubrimos la minestrone.

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Sin haber pisado nunca tierra italiana, ni disponer de más conocimientos que los que nos enseñaban algunos libros de cocina, abrimos nuestro recetario de sopas a esta magnífica olla que hablaba en otra lengua romance, pero nos contaba el mismo mensaje.   Tiramos el sobre de sopa a la basura y nos pusimos manos a la obra. Esta es nuestra versión de una sopa  minestrone que nos enamoró para siempre.