Una de estas tardes tengo que poner orden en mis recetas. Están amontonadas en una bonita caja de metal con motivos culinarios que alguien que me conoce bien puso a mi alcance. Están escritas en el reverso del recibo de una autoescuela, en el resultado de una analítica ginecológica, a modo de glosa; en la bolsa de papel de una frutería parisina, en los apuntes sobre el cancionero del Siglo XV, en un billete de tren, en la contraportada de un libro de Martín de Riquer, en un trozo  de sobre en el que apunté a vuela pluma lo que mi madre me explicaba por teléfono sobre el conejo a la cazadora.

En estos 30 años, he visto como mi caja de metal  y mi casa se quedaban pequeñas para albergar tanto guiso, tanto puchero, tanta tarta, tanto estómago necesitado de caricias humeantes, de conversaciones chillonas y desordenadas en torno a una mesa. Nuestra mesa, la  de mucha gente que ha ido y venido, ha dejado sus huellas en nuestros platos, sus consejos y sus saberes culinarios. Sus sombras  permanecen aún en las sillas que los acogieron.

Como en una instantánea fotográfica, cada receta se convierte en un pedazo de eternidad. Nos cuenta una historia de un tiempo que vuelve cíclicamente cada primavera con las tempranas  habas y los guisantes tiernos, cada verano con las mismas cerezas  carmesíes llenando  los fruteros y las orejas infantiles del verano.  Y cada otoño, los oscuros guisos de jabalí devuelven a mi memoria la  ventana de mi niñez desde la que veía las entrañas de aquel fiero animal abierto en canal.

Mientras haya una lumbre encendida, habrá un hogar, y mientras haya un hogar, unas gentes se reunirán en torno a una mesa y compartirán sus alegrías y sus miserias. No importa si lo que comemos se ha fundido con las despensas de éstas y otras tierras, si descubrimos, con sorpresa, que el potaje de antaño se ha hermanado con una nueva vianda que habla otro lenguaje, si la técnica ha desestructurado la forma, ha transformado el continente sin variar el contenido, si la loza y la madera han dado paso  al vidrio, el metal o la porcelana más sofisticada. Las cocinas, como las lenguas, varían; pero el mensaje es siempre el mismo: todo vale si el hambre es cordial y la conversación nutritiva.

Con el tiempo, esta será mi nueva caja. Aquí pondré orden a todo cuanto he ido acumulando a lo largo del tiempo. Intentaré disponerlo de modo que su  nuevo espacio no le borre la emoción que le ha dejado la patina del recuerdo. Intentaré que otros puedan ponerlas en práctica y les daré, en la medida de lo posible, la cantidad exacta de amor que han de echar en el pote. Pero, sobre todo, en este blog, las recetas y la comida vendrán envueltas en pequeñas historias que tienen que ver con las gentes, los paisajes y, sobre todo, los libros. La cocina se inventó para ser contada con palabras.

 

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Ines_Macarmen