El Potaje de vigilia o el potaje de garbanzos con espinacas y bacalao cocía bajito en su llama cada Viernes Santo del año, en el silencio de un luto presentido, respetuoso. Tan solo el olor a legumbres inundaba la casa y el borboteo suave de la olla que madre llenó de pena, de salazón mortecina, de hambres de posguerra. El potaje de vigilia era nuestro mudo y lastimero acompañamiento en aquel Viernes de Dolores en que, no se sabe por qué, la poca fe que madre tenía se envolvía en saetas antiguas que murmuraba poniendo en remojo aquella legumbre triste, monótona. De cada virgen barroca hacía suyas las lágrimas, de cada Vía Crucis, el suyo propio, suya la cruz, suyas las espinas. Caminaba por la casa bajo el peso de una cruz invisible, la cabeza gacha, la vista tan solo puesta en la olla humeante en la que, suavemente, introducía la cuchara de madera que agarraba con sus manos secas, callosas, como horadadas por clavos antiguos.
Murmuraba o rezaba, nunca lo supe. Encendía cirios frente a las fotos de los abuelos, volvía a la olla, ahora una pizca de pimentón, y ahora otra de comino andalusí. Y, al final, las espinacas, y ese bacalao deshilachado en hebras que ella misma compró y desaló para que cundiera en los platos de todos y que, al final, coronaría con medio huevo duro.
Para María Parra, este potaje de vigilia y La Saeta de Serrat