El Xalet de Montjuïc está situado en la montaña del mismo nombre, lugar de recreo, refugio dominical de barceloneses que jamás imaginaron que un día su ciudad sería olímpica. Entre las meriendas de aquella urbe preindustrial nacieron las canciones de criadas y soldados que bajaban de una Font del Gat hoy olvidada, entre los jardines botánicos y el funicular, siempre con el mar al fondo, se instalaron las orgullosas construcciones del 92. Precisamente, desde este punto estratégico de la historia de nuestra ciudad, casi casi a la misma altura que el trampolín que tenemos a nuestra derecha, hoy gozamos de un restaurante con vistas que, sin renegar de sus raíces, hace una cocina de altos vuelos.
El Xalet de Montjuïc es, pues, un buen enclave donde degustar una cocina catalana y de mercado de primer nivel, sólida, preparada para afrontar la tarea de la evolución sin perder la esencia. El restaurante cuenta con una carta que lleva el sello de Jordi Angli, cocinero de formación y pasión, perfeccionista y meticuloso. Angli ha conseguido que el Xalet de Montjuïc, a pesar de ser casi tan grande como las naves que oteamos en el horizonte, suene como una orquesta bien afinada, lo que implica, no sólo conocer el uso de los fogones, sino del engranaje de un gran restaurante. La agradable y cálida ambientación de este enorme espacio- sello del Grup Travi-, la profesionalidad en sala, la calidad del producto y el resultado final de los platos van al unísono. Un logro que observamos desde el primer minuto y que nos deja gratamente sorprendidos por la excepcionalidad.
Puesto que una de mis funciones como cronista es etiquetar las cocinas que visito – cosa harto desagradable y cansina- insistiré en que la culinaria de El Xalet de Montjuïc no tiene visos de «cocina de autor», por más que este desgastado rótulo aparezca una y otra vez en algunas páginas de la red. No veo pretensión alguna, ni más infulas creativas que la de dar a cada elaboración su grado justo de calidad, perfección técnica y sabor, al menos en los platos degustados. Las pequeñas concesiones a otras culinarias en forma de algún ingrediente foráneo, algún leve salteado en wok o currys esporádicos no justifican un calificativo de este tipo que puede confundir al comensal que, a mi modo de ver, se va a encontrar, por fin, con una cocina catalana depurada y bien planteada.
Como siempre, lo mejor es ir por pasos y poner ejemplos de lo dicho anteriormente.
Tras la copa de cava que degustamos en nuestro privilegiado balcón ( les aconsejo una bonita cena en una espléndida noche de verano), nos sirven pequeños aperitivos, golosas croquetas de queso y nueces, suaves, justo para abrir el apetito. Seguidamente llega el tartare de atún con aguacate y unas pequeñas reducciones de soja. La ración es generosa ( téngalo también en cuenta cuando pidan), el pescado está bien cortado, el aguacate no lleva ningún condimento que le borre su sabor intenso, a frutos secos, untuoso. Es un buen comienzo. Lo marinamos con un blanco, un Albariño joven y fresco.
Uno de los platos más sobresalientes por la explosión de sabor y por la conseguida aromía entre pasta al dente, rape, gambas y salsa de crustáceos fue este canelón. Los canelones de marisco parecen haber pasado a la historia en la mayoría de los restauarantes de hoy en día, y mucho más en envoltorios de pasta convencional. Una lástima, teniendo en cuenta que a la cocina barcelonesa se la conoce por su habilidad a la hora de preparar canelones de todos los rellenos habidos y por haber y son recetas que siempre triunfan sin necesidad de extravagancias.
Tras el canelón, el rape en suquet. Como no es muy grande, se guisa entero, con espinas y parte de su cabeza, lo que, a mi paracer, supone un acierto, porque la espina central y la cabeza concentran gran parte de su sabor. Presentar el pescado tal y como es y no en su versión limpia de espinas, cabeza y piel vuelve a ser lo habitual en muchos restaurantes que dan prioridad al producto ( Sagardi, El Chigre, Marea Alta, etc.). Tal vez algún melindroso preferirá obviar estos detalles, pero para alguien que disfruta del pescado como los gatos, agradezco esta vuelta a «la naturalidad».
Una vez presentado en cazuela, el jefe de sala lo emplata: suprema en su punto, patatas bien cocidas, salsa tradicional con refrito de ajos y guindillas en lugar de picada. Un plato para disfrutarlo sin prisas. Un plato de barca que transporta a la cocina familiar.
La carne nos llega en forma de jarrete de ternera, ultrameloso, suponemos que debido a una previa cocción a baja temperatura, una parmentier con verdadero sabor a patata, no demasiado líquida, como suele ser lo habitual, y unas chips de yuca aparentemente fáciles, pero su fritura requiere mimo, pues se queman con facilidad. La demiglace lo cubre y lo armoniza todo , al igual que el tinto de la DO Montsant.
De postre compartimos un pastel tibio de plátano, espuma de queso y coco, salsa “toffee” y helado de chocolate. Nada empalagoso, pero contundente. Si usted tiene buen saque podrá disfrutar de su carro de postres ( ¡increible!), pero nuestro sentido común nos dice que esta comida ha llegado a su final. Lo demás, puesto que es mucho y tentador, lo iremos viendo con el tiempo. Merece la pena.
Les dejamos el link de la web de El Xalet de Montjuïc para que ustedes mismos vayan abriendo boca. Si van en grupo, sepan que disponen de un curioso comedor giratorio que les dará una vista de 360 º de la ciudad. Un atractivo más para escoger este restaurante como lugar de encuentro.