A la gente de ciudad nos gusta creer que el campo es generoso, que el pagès es un tipo ufano, orondo y colorao; sanote por dentro y por fuera. En las Firas Gastronòmicas del país a la gente de ciudad nos gusta que las cosas sean muy grandes- excepto los guisantes-, y, a ser posibles, erguidas. Para eso venimos preparados cámara en ristre y con los dedos dispuestos a manosear todo cuanto se ponga a tiro, sea espárrago, zanahoria o pà de fetge. Si le hundes los dedos a la sobrasada menorquina y te los relames después para desincrustar todo resto de pimentón, probablemente el vendedor enterrará en abono natural a toda tu familia, pero si eres/pretendes periodista/blogger/influencer tendrás inmunidad total para toquetear, preguntar y arrancarle al maromo balear una sonrisa, y hasta la sobrasada entera.
La guardia urbana, en parejitas de azul primaveral- marino-casual, hace la vista gorda a los fuets que se pierden entre la multitud, o a algún que otro manojito de acelgas bien frescas extraviado en carro ajeno: un ladrón gourmet no es un ladrón, es sólo un tipo al acecho “du produit du terroir”. Bien pensado, el amigo de lo ajeno fa país: roba el producto de proximidad, de temporada, es amante del slow food y de las IGP. Está trabajando para mayor gloria del terruño, y eso no hay político que lo haga mejor. De no ser por lo mucho que el pagès o el pequeño productor de embutidos le debe a las ventas de ese día, le soltaría manotazo encima de los dedos del niño que ha dejado su firma en el quesito de Sort recubierto de ceniza, y hasta puede que le hubiera enseñado las fauces al pitbull pelón, tuerto y feo que se está comiendo la secallonas a dentelladas junto con la cesta de mimbre.
Pero lo que tiene más éxito es ese espárrago blanco, gordo, gordísimo; ese espárrago que sale de la tierra, eréctil, como tótem del Baix Llobregat, para ser adorado en los meses de primavera en restaurantes de lujo y casas de postín. Todo en él es imponente: el color inmaculado con pequeños toques verdes y violetas ( los más bonitos son los llamados pericos), su textura firme y peleona como Marine dispuesto a todo, su sabor menos ácido que los de otras latitudes. Para cocerlo hace falta darle un buen baño de agua hirviendo durante 15/20 minutos, dependiendo del grosor y la dureza; y, con todo, el espárrago no se arruga, no agacha la cabeza. Lo bañan en mahonesa y le sale la vena campesina, de raza, porque sabe a Delta del Llobregat y está acostumbrado a vérselas con coliflores regordetas como señoras con rulos, matas de alcachofas altaneras que esconden el corazón, capones de patas azules y pelo rojizo con andares sobreactuados, tipo Freddie Mercury, puerros blanquitos con melenilla rubia en lo alto del cogote, habas de vaina bastorra, de las que da grima tocar.
El espárrago es el rey de la fiesta. Han venido a rendirle pleitesía los demás productos del Parc Agrari del Delta del Llobregat, los embutidos del Berguedà y de la Plana de Vic ( ¡Ah, los bulls de llengua y las llonganisses secadas en la niebla más espesa!), un gruyère suizo grande como rueda de camión tirada en la cuneta, un quesito francés que llaman “de servilleta” y que tiene la forma de un hatillo pequeño relleno de algo suculento, los ibéricos de Extremadura con sus trozos de tocino veteado que parecen banderas de colesterol honrado; las hogazas de pan gallego ( los blancos de trigo y los negros, de centeno), las tartas inmensas de Santiago, con su poderío de almendra y sus cruces en el centro ( he visto gente dejar la baba en ellas. Algún pelegrino descarriado cree que está cerca el sepulcro…).
Como estamos en plena área metropolitana, la mezcla de cocinas y productos de todas las esquinas del mapa español es más que evidente y, a veces, la integración no es fácil (¿quién ha dicho que el adjetivo charnego fuera un apelativo amable?). Una vendedora que limita con la cecina de León se mosquea lo suyo cuando le pregunto por qué sus llardons ( chicarrones ) tiene ese aspecto de flor oscura y medio marchita comparados con esos trocitos de masa grasienta y crujiente que uno se come como golosina en las fiestas del pueblo, en febrero. Me explica- mal- que éstos no se fríen y que se hacen al horno con un proceso de secado de siete u ocho horas. Además, contienen más carne. Lo demás, son sólo restos de grasa, -se defiende, ofendida. Pero eso depende de dónde uno haya nacido-añade para dar más empaque a su versión tocinera e identitaria del asunto… ¡Ya salió la defensora de la ley de extranjería entre la fira gastronómica!
Volvemos a casa espárragos en mano y los metemos en una olla con borbotones para torturarlos hasta hacerlos comestibles. Qué triste es el final de todo lo eréctil: con el tiempo, siempre hay algo que lo somete.