Nos pongamos como nos pongamos, por muchas tendencias o sectarismos alimentarios que invadan el panorama de este nuevo orden alimentario en el que vivimos, el hombre quiere comer carne. De hecho estamos aquí por eso, porque un día bajamos de los árboles, dejamos de comer bayas y raíces y empezamos a depredar. Primero sin fuego, luego con él, la carne- la cocina- hizo al hombre. Un hombre que vivía un máximo de 30 años, sin tiempo para almacenar colesterol en las venas, pero sí necesitado de las proteínas animales que las bestias de su entorno le ofrecían. El hombre cazador convivió con el recolector y con el agricultor y, como buen omnívoro, con una dieta más rica y variada que la monótona ingesta de legumbres y cereales, sobrevivió durante generaciones de una forma más eficaz a las enfermedades, las epidemias, al frío, al trabajo agotador, a las guerras….
El siglo de la sobreabundancia, del miedo a la intoxicación alimentaria, del apostolado dietético, demoniza la carne como responsable de todas las enfermedades cardiovasculares y de todos los tumores que uno pueda llegar a contraer. Bajo la premisa del respeto al animal, a su sufrimiento “innecesario”, abandonamos el chuletón sanguinolento que, tristemente, sólo volveremos a comer cuando el empacho de hidratos sea tal que la diabetes latente y el S. Dukan nos aconsejen volver a una dieta llena de animales muertos a la plancha.
Las razones de los vegetarianos, reconozcámoslo de una vez, están demasiado infectadas de un speudobudismo de todo a cien que tira por tierra toda evidencia científica a su opción alimentaria. Nos encontramos con macrobióticos, veganos y vegetarianos convencidos que se mueren de asco limpiando una sardina, lloran en su funeral y por el del planeta entero y, acto seguido, comen a dos carrillos paquetes de patatas fritas- o lo que sea- rebosantes de grasas inmundas, bollería industrial untada en manteca de la peor calidad, chocolates y dulces que les disparan las alarmas glucémicas, fuman dos paquetes diarios y pasan las tardes ensanchando posaderas en el sofá.
En neveras llenas de tofus, infusiones y bayas del Nepal se encienden velas y se rezan cánticos por la salvación de la humanidad mientras saltan las palomitas en el microondas. Las vacas locas, la peste porcina, la gripe aviar, el apocalipsis, en definitiva, no llegará a la casa de un vegano que resistirá, como en cualquier película catastróficamente americana, a la hecatombe mundial. Porque él y su familia se atrincherarán en el sótano con quilos de soja para sobrevivir.
Afortunadamente, y ya lo dijo Aritóteles, en el término medio está la virtud, por lo que la filosofía Slow Food del respeto al territorio, a las tradiciones gastronómicas, su productos autóctonos y la sostenibilidad, han hecho mucho también por la recuperación de un alimento básico en muchas culturas del planeta, incluidas la nuestra. ¿De qué viviría Extremadura sin sus dehesas y sus gorrinos negros? ¿Quién le cuenta a un argentino que su Pampa se despoblará de vacas y gauchos por decreto-ley de un parlamento vegetariano? ¿Qué pasará con nuestras retintas, rubias gallegas, tudancas y sus hermosos valles pasiegos si nadie quiere saborear sus hermosos lomos? ¿ Alguien se acuerda del hambre de las zonas de montaña como el Pallars o el Berguedà antes de que la gente de ciudad viniera a buscar sus embutidos, sus carnes y sus quesos? Si alguien ha viajado a Suiza y ha pisado los Alpes tras un quesero al amanecer sabrá que una vaca frisona vive más y mejor que cualquier obrero-niño en cualquier país vegetariano del tercer mundo.
La Ciudad Condal apuesta con fuerza de nuevo por las carnes rojas, blancas o ibéricas; de proximidad, de calidad controlada. En forma de nuevas hamburguesas o de brasseries, uno puede volver a comer un steak tartare con la misma golosa apetencia de un antepasado de Atapuerca. Luego, sólo hay que procurar tener a alguien al lado al que poder mordisquear….. porque la carne es muy débil.
Ya lo dijo Mario Benedetti y lo cantó Serrat:
arantxi
diciembre 13, 2011 @ 17:32
Yo no sabría vivir sin carne. Y me cuesta creer que alguien pueda, pero para gustos los colores.
Genial el texto!
Inés B.
diciembre 14, 2011 @ 07:18
Como en cualquier ámbito en la vida, yo desconfío por norma de todo lo que es irracionalmente radical. Uno puede vivir sin carne y sin muchas otras cosas placenteras , pero debe ser coherente con su postura y menos beligerante con los que no hemos optado por esa opción.
Un saludo.