Parece que cesó la tormenta. La gripe y sus jinetes apocalípticos pasaron por mi casa de refilón. Dejaron, eso sí, una estela de toses nocturnas, pijamas sucios, pañuelos arrugados por toda la casa y paracetamol como último recurso. Durante cuatro días nos atrincheramos en casa cargados con kilos de naranjas y un exprimidor dispuesto a todo ( ¡más madera! zumo para desayunar, escarola con alcachofas y naranjas para comer, ensalada de naranjas, bacalao y cebolleta para cenar), mandarinas y clementinas- en gajos, mermeladas y hasta en salsas para pavos o patos-, mejunjes de limón y miel, brebajes de leche y miel; y litros de caldo de gallina, pollo y verduras- por lo de la expectoración-, ajos como para borrar del mapa la insoportable saga de los adolescentes colmillolargo ( tortilla de ajos tiernos y alcachofas, sopas de ajo) – por lo del antibiótico natural- y unas olivas jienenses acabaditas de majar con tomillo e hinojo. Aún huelen a ramita de olivo y a poema.
Tras un episodio febril breve ,sin mayor importancia, vencimos la epidemia invernal: la salud del cuerpo se fragua en la oficina del estómago, ya lo decía el Quijote. Aquí no nos andamos con tonterías. Contamos con artillería pesada y poca paciencia en las urgencias.
Busqué, como siempre, algunas cosas sobre los cítricos y su introducción en Europa, pero no acabé de verlo claro. Tal vez porque la leyenda más extendida dice que los limones, pomelos, naranjas y mandarinas llegaron a España a través de los árabes vía Persia, no entendí nunca porque la voz popular dice que las naranjas vienen de la China. En castellano, el de la RAE que nadie usa, se emplea la frase “naranjas de la China” para negar rotundamente algo. Consultaré la Historia de la Alimentación de Montanari y daré más datos, pero al parecer hasta el siglo XVI, época de comercio de españoles y portugués con la India y la China, no llegaron esas naranjas dulces, pues las anteriores eran amargas. El levante español fue su paraíso terrenal- no sé si antes o después que Calabria o Israel- y lo demás es historia. Las variedades navel y navelines – las segundas más palichones- suelen ser jugosas. La mejor naranja es la que te deja la servilleta hecha un asco.
Yo adoro las naranjas. Me encanta el frutero “vintage”, que diría mi cuñada con la boca apretadita y el bótox al límite de su capacidad de estiramiento: el centro de mesa sobre mantel de algodón a cuadros con manzanas, naranjas, plátanos de Canarias y alguna pera de Puigcerdà, de las que se pueden cocer con vino, canela y azúcar. Tanto me gusta ese frutero y su orgullosa exposición de redondeces rubenianas e invernales que el día que vinieron a cenar Ignasi y Josep Mª Riera acabé con un valencià como broche dulzón: zumo de naranja y limón, un chorrito de Cointreau y helado de vainilla. Entró bien después de los farcellets de col con carne picada y butifarra negra y aquel rape con almejas comprado para la ocasión después de hipotecar la casa (todo sea por la causa, Manuel):
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