La gastronomía de autovía me horroriza. Llevo cuarenta años cruzando la Península de Norte a Sur y, si no fuera porque sé que es científicamente imposible, diría que hace cuarenta años que veo las mismas moscas revolotear sobre la misma bazofia de autovía, algunas, incluso, creo que están fosilizadas en el interior de algunas tortillas de patatas para estudios en la posteridad, cual Parque Jurásico manchego.
Atravesar la piel de toro y sobrevivir al intento nunca fue tarea fácil. El romanticismo de los viajeros del XIX se desvanecía en el momento en que se sentaban en la mesa. Los paisajes de Dumas, Gautier o de Irving, cargados de exotismo arabizante, populismo idealizado y estética arcaizante no casaban bien con ventas, tabernas y posadas donde se servía en nulas condiciones de higiene el rancho del día. El Códice Calixtino, libro de cabecera del electricista de la catedral de Santiago, ya advierte de los peligros de una gastroenteritis por culpa del agua no potable, la poca leche que se bebía en la Edad Media o el mal estado de un simple pedazo de carne o pescado de río.
Pero lo malo no es que esta devastadora imagen de la restauración de carretera -o de camino- pertenezca al pasado, sino que el pasado y la desvergüenza parecen haberse instalado en un tipo de negocio absolutamente necesario al que, yo por lo menos, voy a dejar para siempre en la cuneta para que se muera de asco por ruin. Símbolo de lo más bochornoso del carácter español, en estas cocinas de autovía se pretende vender al turista cansado que atraviesa el mapa, desde Los Monegros hasta Despeñaperros, una representación sucia, incomible y carísima de lo popular, engrudos devastadores bajo el aliño del “vino de la Tierra” , mostradores que ya no pisan ni los camioneros, porque ellos, como yo, queremos conservar nuestra dignidad y dejar el atraco a mano armada para los bandoleros de Sierra Morena.
Es cierto, sin embargo, que algunos lugares que he visitado, desde Santa María de Huerta, la Almudia de Doña Godina, La Carolina o Almuradiel, resisten a la tentación de sablear al incauto que viene de paso. El Parador Nacional de Santa María de Huerta, o Hostales como Los Podencos o La Perdiz me dejaron buenos recuerdos en unos años que no fueron fáciles para la gastronomía española. Pero, en general, abunda el engrudo, el pan malo, la tortilla reseca, el bocadillo sin gracia al que hay que empujar con abundante cerveza para que baje por el gaznate, el camarero sudoroso y con lamparones en la camisa que no es amable porque se lo prohíbe su religión.
No sé donde están las pipirranas, los tojuntos de los que hablaba Luis Antonio de Vega en su Viaje por España, las migas de pastor de Luján y Perucho, los conejos y las liebres, los gazpachos manchegos, las perdices escabechadas, etc, etc.
Hay en las autovías, eso sí, como en todas partes, cantidades ingentes de pizzas, hamburguesas y helados que demandan adultos infantilizados y niños abultados como adultos, amén de paquetes de cualquier cosa con saborizantes, bollería y dulcería a porrillo junto con productos locales que le esperan a uno en su salida del área de servicio, junto a la caja, imitando el modelo sueco de “pasarás, te guste o no”.
Cada año, después de atravesar la Península, saludar a las mismas moscas machadianas y pagar 6 euros por un chusco de pan malo y una loncha de bacon transparente, me digo a mí misma, cual Scarlata O’hara muy cabreada, que “jamás volveré a pisar un área de servicio en una autovía”.