El delta del Ebro es, como toda desembocadura de un gran río, lo contrario a un final anunciado. Su fusión con el mar Mediterráneo a lo largo de una costa que serpentea por entre diversos pueblos es una explosión de vida.
Ningún río muere sino para renacer de nuevo, para alimentar a hombres y animales que recogen de esta última comunión entre aguas productos únicos. Desde l’Ametlla de Mar hasta Vinarós, ya en la provincia de Castellón, pasando por L’Ampolla y San Carles de la Ràpita, anclada en esa pequeña y recoleta Bahía dels Alfacs, el delta del Ebro configura un paisaje de agua y tierra, sal y arrozales, flamencos rosas y martines pescadores, bateas y atunes, ostras y pescadores de langostinos.
Llegar al puerto de l‘Ametlla de Mar es nuestro primer objetivo, es empezar a paladear con todos los sentidos lo que el delta del Ebro nos ofrecerá a lo largo de este periplo en el que nos gustaría fusionarnos por unos días con un modo de vida que extrae de la última etapa de un río todo cuanto crece en sus entrañas y, a la par, es capaz de conservarlo intacto para que otras especies encuentren cobijo en esta llanura salobre y marina por la que nadan y vuelan los migrantes estacionales sin que nada altere su ciclo de vida natural.
L’Ametlla, pueblo blanco y azul, se ha especializado, precisamente, en la crianza de uno de los especímenes marinos más preciados. El atún que fue de almadraba desde Tarifa a Sicilia ha dejado de ser visitante de paso y comparte mar con las ostras o los mejillones, las lubinas y las doradas, las caixetes o los ratllats, moluscos bivalbos con carta de ciudadanía. A nuestra llegada, precisamente, las jornadas del atún rojo del Mediterráneo se celebraban por VII vez, lo que es indicador del éxito de una empresa que decidió ubicar atunes de forma permanente entre sus aguas. Los más atrevidos pueden, incluso, nadar entre estos túnidos, pero nosotros preferimos quedarnos en tierra a la espera de que el reloj nos marque la hora de comer.
En estas callejuelas de pueblo se palpa una historia que se repite, cansina, sin grandes gestas, como el volar de este campanario. Barcos pesqueros que van y vienen según se le antoje al viento Según lleguen las redes, se nutrirán estos habitantes y los de otros lares de langostinos, salmonetes, lenguados o rapes, lluernes o caballas, sardinitas plateadas y mucha morralla con la que preparar fondos para la cocina marinera y de barca.
Entre la iglesia y el puerto, como siempre ocurre, los marineros se solazan en algún rincón donde alguien cocine para ellos.
Somos, como siempre, observadores infiltrados en este pueblo, rebuscando como los gatos algo suculento que nos haga relamer los bigotes. Y, como casi siempre, damos con el rincón que nos gusta. Charlamos de cocina, de pescado, de vidas que transcurren lejos de las nuestras y, sin embargo, parecen las mismas desde el momento que compartimos mesa.
Dejarse llevar por el olfato es una buena costumbre que no hemos perdido. No necesitamos oropeles ni fastos alimentarios para ser felices, sino comer producto fresco, degustar platos francos, oir a las gentes del lugar.
En este pequeño bar donde una sola mujer se las apaña en una minúscula cocina han llegado hoy sardinitas muy vivas, mejillones del delta, almejas que saben mucho a mar y, cómo no, nos lanzamos a probar esta “anguila en suc”, variante de ese all i pebre del que presume todo el delta del Ebro y hasta la propia albufera valenciana.
Partir después de esta comida en el Bar Merino hacia San Carles de la Ràpita es empezar con buen sabor de boca. Vamos a casa de Juanito, porque este hotel es la casa de mucha gente que se aloja aquí desde hace décadas.
Cuando vemos la pasarela que recorre este hotel, sabemos que ha llegado el momento de saborear la calma, de pedir un arrós pelat, un licor blanquísimo de este cereal omnipresente, de dormir al arrullo de la olas.
Este clan de juanes que se mueven por el comedor vigilando cada detalle, cada movimiento, funciona como el engranaje de estos arrozales que nos rodean, controlando con exactitud cada etapa de la siembra y cosecha del arroz, alternando inundaciones y secanos para que la blanca garmínea de sus frutos a la par que comen los alados de este y otro continente.
Paisajes de “Cañas y Barro“, de gente descalza y pueblos nuevos, donde no hay más – ni menos- que un atardecer de tormenta con aves a las que les alegra este sombrio color de las nubes.
Por más que la mirada se empeña, la vida se nos escapa a la velocidad de un pez que salta, de un flamenco que camina con andares de vedette acuática. A tan pocos kilómetros de la civilización, recorriendo carreteras estrechas entre arrozal y arrozal, los mejillones , anclados en sus batea o muscleras se dibujan en la línea del horizonte, mientras los niños, impasibles como los pájaros, siguen jugando.
Hijos de pescadores, tal vez, turistas ávidos de sol y juego, niños que sabrán del sabor de la arena sin necesitar virtualidad alguna. Cada mañana, en San Carles de la Ràpita, la playa, el puerto son el principio y el fin, como las redes que lo envuelven todo en una misma maraña.
Nos sentamos a conversar, sin pantallas, frente al mar, antes de partir para Vinarós, el último rincón del delta del Ebro , ya en la comunidad valenciana. ¿ Y si probamos algún pastisset? En Amposta, donde el río y su puente se abren en canal y enseñan las entrañas, compramos unos pequeños dulces rellenos de cabello de ángel, esos hilos dulzones que desde antiguo se entresacan de la madeja de una calabaza.
A Vinarós llegamos justo cuando la iglesia llama a sus feligreses a misa de doce. Su iglesia es tan coqueta, blanca y pulida como su mercado, cerrado en este día del Señor para que sus gentes se sienten en la plaza a aprovechar estos dulces rayos de primavera.
Y es que el sol abre el deseo de unirse a una fiesta que aflora por todos los rincones: en el paseo, el puerto y en los apertivos de terraza dominical, para que no se diga que a uno le faltó la oportunidad del pequeño placer de no hacer nada en esta vida de “trabajo, sudor y lágrimas“, la humilde dicha del que se sabe de tránsito. Nos sentamos a comer en algun rincón que lleve el sello del lugar y el olor a fritura recién hecha.
Hay, como siempre, familias endomingadas en Benicarló, niñas de comunión, abuelos que se dejan besar, madres primerizas que dan de mamar mientras comen ellas también. Los langostinos del delta del Ebro son un manjar rallado y escueto, los mejillones llegan calentitos, los chipirones son golosinas en forma de cefalópodo.
Al atardecer, es el momento de ver a lo lejos lo que el Papa Luna y los Templarios le dejaron al pueblo de Peñíscola, pero reconocemos que el paseo ya no le hace justicia a la belleza del montículo de este hereje con nombre bequeriano. ¡Nos vamos a buscar alcachofas!
Con ellas en la cesta donde también guardo mi kilo de arroz del delta de este “río que nos lleva“, nos despedimos de este rincón. ¡Hasta muy pronto!
benigno toiran
febrero 7, 2019 @ 20:13
Muy bonito y descriptivo tu comentario. Felicitaciones y pronto espero estar por esas aguas y esos peces. Hasta siempre !!!!
Ines Butrón
febrero 8, 2019 @ 06:49
Muchas gracias por tus comentarios! Hasta siempre!