Volvemos al Restaurante Ajoblanco después de cinco años y me alegra ver que este espectacular comedor con su inconfundible sello L. Rosa Violán sigue en pie. De hecho, sigue teniendo esa comodidad que tanto me gusta- me encantan las mesas redondas, el cuero y odio las puertas dobles y batientes en los baños-, esa confortable informalidad tan propia de los lugares de este rincón preferido por la Gauche Divine y demás gentes de la Barcelona setentera. Con todo, Restaurante Ajoblanco acusa algunos de los tics que han marcado la gastronomía de este lustro en esta ciudad y que ha llevado a más de uno a perder su esencia inicial.

A pesar de tener una cocina bastante digna,  buenos productos que maneja correctamente y una dulcería de escándalo que está en manos de Kate Preston, una de sus artífices y alma mater, además, de un semiimperio de la restauración barcelonesa (  el restaurante Casa Delfín en el barrio del Born; el restaurante Ultramarinos en la parte baja de la Rambla, ; el Bar Limón en la plaza Pau Vila; Taller de Tapas, que cuenta con seis establecimientos estratégicamente situados en Barcelona y Ajoblanco en Tuset), este local ha hecho algunos retoques en la carta que, a mi modo de ver, desvirtúan su cocina: de tapeo, divertida, pero con clase, sin amaneramientos innecesarios y mucho menos con platos de obligada presentación, como son los ya muy manoseados ceviches o los pulpos y sus mil versiones.

Ciertamente, los que llevamos varios años en este oficio hemos visto como casi todas las cartas de los restaurantes, incluso la de aquellos que lo hacían bien, se clonaban las unas a las otras hasta conseguir un efecto de cansina repetición. Es posible que para el comensal de a pie, aquel que suele salir a comer o a cenar esporádicamente, se sorprenda con un ceviche de atún o con un carpaccio de pulpo acompañado de una quenelle de foie – simbiosis innecesaria cuando el producto es tan singular. Menos es más-, pero la prensa y los habituales  cronistas de la restauración vemos cientos de ellos  al cabo de la semana como si los asesores gastronómicos hubieran salido todos en tromba de la misma escuela dispuestos a hacernos el «menú único marca Barcelona».

Cuando restaurante Ajoblanco abrió probé un cóctel de marisco ( qué aberración más viejuna!, pensarán algunos), delicioso y magníficamente presentado en una copa de cristal grabada que era una maravilla fresca y simple. Hoy, en su lugar,  un atún acevichado ocupa el trono de los entrantes. Tendencias, tendencias, tendencias….

La carne seguía siendo buena, igual que hace cinco años. Una ternera cortada finamente, en lugar del chuletón  entero que llego entonces a la mesa para que cada cual  escogiera su trozo favorito. Las patatas, en cambio, absorbieron mucho aceite o se recalentaron mal. La croqueta, magnífica, de las que cualquier abuela/madre/suegra hubiera firmado la autoría. Las bravas adolecían de exceso de grasa y el arroz del señorito había traspasado la línea de «al punto«, pues le faltaron tres m. de cocción y uno de reposo.  La vieira asada con berenjena  rodeada de velo de tocino ibérico  (otro de los habituales  déjà vu, a pesar de que estaba muy buena) fue uno de los mejores platos. Supongo que los sabores de ese plato eran los más limpios, neutros, sin exceso de aderezos,  y la cocción de todos sus elementos, perfecta.  El coulant, espléndido. De los mejores que he probado

En definitiva, Restaurante Ajoblanco, aquel que había dejado un listón bastante alto,  corre el riesgo de ser «uno más», por muy buenos que sean sus cócteles, por muy concurrida que esté su barra un miércoles por la tarde o por muy caro que sea su interiorismo. La cocina ha de ser, ante todo, personalísima, honesta y muy, muy rica, como las tartas de Kate. Lo de menos es lo que marque el gurú del asesoramiento gastronómico.