Cal Siscu es uno de esos lugares en Barcelona que no ha pisado jamás un turista a no ser que este tenga un amigo muy amigo al que le confiaría su estómago y su vida. Y es que, para empezar, Cal Siscu lleva más de 70 años funcionando como bodega o taberna de extraradio- en el límite entre Barcelona y Hospitalet del Llobregat – y eso es, para muchos, adentrarse en terreno desconocido, casi hostil. Por eso, es este un lugar al que jamás entrarás si eres de los que buscas novedad, si no te dan buenas referencias, si no has oído a ese amigo de un amigo que dice haber probado buenas gambas de Palamós, albóndigas con sepia, huevos con caviar o garbanzos con espardenyes en una mesa sin mantel, ni carta, ni jefe de sala, y con una pequeña puerta al final de cuatro escalones desgastados, casi al lado de la cocina, y tras recorrer esa barra jalonada de percebes, almejas, cañaillas y mejillones, que pone retrete. Porque ese era su nombre antes de que los anglicismos llegaran a una Península predemocrática donde comer en una de esas bodegas o tabernas eran la máxima aspiración de un españolito en traje de domingo.
Visto lo visto, paradojas del mundo moderno, mucho traje anda por aquí suelto todavía, y no vienen de misa de Ramos, precisamente. Empresarios, hombres de negocios, asiduos probando la captura del día, parejas maduritas…Este lugar más parece un speakeasy para unos pocos gourmets sin prejuicios que buscan un buen festín sin importarles el cómo y el dónde, sino el qué. De hecho, aunque Cal Siscu sea ya un secreto a voces, hay un cierto ambiente de secretismo o, cuanto menos, de deliberada voluntad de permanecer al margen de la desquiciante pseudo cultura gastronómica que invade el centro. Ni siquiera sé si esta bodega está dentro del listado de Establecimientos Emblemáticos, de los que piden a voces una «recuperación del pasado» con campañas a las que el Consistorio desoye una y otra vez. Personalmente, creo que con las bogedas ocurre igual que con los colmados o tiendas de ultramarinos: el pasado no vuelve jamás y el cambio es inevitable. Las cosas pueden permanecer de pie, pero jamás con el mismo propósito, la misma parroquia, con el mismo mensaje culinario. Al igual que la materia no se destruye y solo se transforma, en el mundo de la alimentación hay que tener muy presente que el hombre nunca comió igual porque nunca vivió igual. Obviamente, aquí tenemos un ejemplo clarísimo de esa transformación.
Esta mezcla de ambiente de bodega popular con bogavantes vivos, mariscos o caviar, no casa en absoluto con el populismo de un ateneo de vecinos fumando sobre las tortillas, los chatos de vino y la alfombra de papelillos sucios adornando las baldosas. Porque, no nos engañemos, la bodega y la taberna, las ventas de los caminos en otros parajes, tienen en España una historia, digamos, un tanto «oscura» que la última generación de pañales desechables no conoce. Recuperar el pasado no es posible, y mucho menos, aconsejable. Las bodegas actuales, o bien están construidas con cartón piedra y cuatro cachibaches de los Encants, como si de un parque temático de lo viejuno o lo vintage– odio ambos adjetivos por igual- se tratase, o se han lavado la cara y las paredes con Saniticel para que el olor a vinagrillo no eche para atrás a los que ahora entrarán pidiendo un vermú carísimo, unas patatas fritas y una lata de conservas de la marca La Cala by Albert Adrià.
Con todo, la curiosidad nos arrastra hasta allí en un tórrido día de verano. Conseguimos mesa porque solo son las 13’30, pero media hora más tarde el comedor está lleno. El listado de platos incluye elaboraciones muy tradicionales como las mencionadas albóndigas o el rabo de toro, pero la gente viene atraída por un marisco fresco que, cuando se agota- y suelen traer lo justito-, te obliga a cambiar de planes. Para nosotros lo mejor fue un bogavante en salsa americana que llegaba en una espléndida cazuela cuando media hora antes había estado en mis manos vivito y coleando. Una vez acabado el marisco, en esa misma salsa te cuajan un par de huevos de los que rebañas hasta la última gota. Lo peor, unos mejillones a la marinera recalentados que estaban más que secos. Las almejas eran muy buenas, pero más bien escasas.
Incluida la botella de vino, pagamos por todo ello 96 euros. No nos arrepentimos- eso ya me ha pasado en lugares con más ínfulas- y pensamos volver cuando nos apetezca una cocina más otoñal.
Dr. Marti i Julia 82
08903 L’Hospitalet de Llobregat
Alain beyens
marzo 9, 2021 @ 12:57
very interesting