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Biografía

El Gato de Balzac. Miquel Sen. Círculo rojo

El GatoEl Gato de Balzac es la última novela de Miquel Sen, un biólogo que,  de tanto andar entre las cazuelas de Catalunya,  preparadas en Les cases de menjar,  recorrerlas comarca a comarca, Comer por cuatro pesetas o desentrañar las luces y las sombras en el  reinado de Ferràn Adrià,  quedó atrapado en  ese limbo que es la literatura gastronómica, género maltratado y pisoteado por todos los que consideran las cosas del comer como un saber menor. Pero, puesto que  uno es prisionero de su talento, como lo es el que siente la llamada del Altísimo,  a Miquel Sen, los que le conocemos sabemos que la gastronomía y la literatura le perseguirán  en todas sus vidas, como en las de este felino observador, avispado y libre por encima de todo.

Un gato que engatusa y nos  arrastra por una reflexión sobre la vida y la muerte mientras recorre los campos de batalla de las guerras napoleónicas, la Navarra carlista o la casa del novelista gourmand.  Una novela en la que la comida  se convierte en ese espejo social que siempre ha sido, pero también en  fuente de conocimiento y placer, o en el más terrible de los pesares cuando la fortuna nos es adversa y solo nos queda su recuerdo. A este revenant que pasará de ser triste correo en medio de un campo de batalla, felino acariciado por Georges Sand o mascota de un bastardo, la muerte le acucia, el tiempo se le escapa de las pezuñas como las huevas de caviar que come en plena noche de locura en casa de don Honorato, el brillante despilfarrador, pero la sabiduria se  le acrecienta como las garras.

Se le eriza el pelo al gato y al lector al comprobar que, después de todo, la condición humana, de la que tanto sabe el novelista francés y este bicho peludo, no ha cambiado nada. No importa que las testas  sean de emperadores,  de tenderos o  de mayordomos iracundos, pues en la «oquedad de sus cabezas«, como decía Machado,  no hay más que la avaricia que mueve a los hombres a la guerra,  y a los gatos,  a procurarse el sustento para seguir ronroneando entre libros y pechugas de hembras.

Desde el inicio nos vemos metidos en unas páginas con  un cierto halo de oscurantismo. Casualmente encontradas en  casa de un brocantero- recurso literario donde los haya-, el  misterioso Gato de Balzac se codea con personajes ficticios o reales en sus diferentes apariciones en este valle de lágrimas, ya sea bajo forma felina o humana.  Su saltos en el tiempo le permiten rodearse de escritoras como Colette, de cornudos charcuteros  cuyos patés son dignos de un rey o un burgués con aspiraciones aristocráticas, de generales de pacotilla,  del gran Antonin Carême,  o  del mismísimo  Marqués de Bradomín, alter ego del nunca bien apreciado Don Ramón del Valle Inclán,  en una escena que bien podría estar a la altura de aquellas Comedias Bárbaras donde mozas, amos y curas pueblan uno de los mejores retablos de la Galicia rural. Capítulo, por cierto, en el que se describe  al más puro estilo de la gran novela realista una primera tortilla de patatas preparada por un mujer del pueblo, curtida en matanzas de hombres y bestias,  para los oficiales del general  Zumalacárregui ante la inminente seguridad de un final próximo.  Una vez más, al igual que en la primera vida de  este hombre gato que solo pretendía atravesar las líneas enemigas con un correo, el olor de la comida se entremezcla con el humo de las bombas, las cocinas de intendencias y los matarifes. La vida y la muerte, pues, en un mismo pote,  las dos caras de una moneda.

Con rapidez de salto felino, en un plis plas literario,  nos zambullimos en otra vida, en otra época, otro cuerpo, otra mujer;  pero la pesadumbre de la rubeniana «vida consciente» no desparace.  Lo Fatal  está a  la vuelta de la esquina para el desgraciado Lázaro Maulet, para Curiós, para el Señor Balzac, siempre rodeado de café, deudas y pluma, para Bonaparte, para el lánguido Chopín  o para todo bicho viviente, maúlle o no.  Y eso, precisamente, es lo que hace de la comida,  los libros y los gatos compañías imprescindibles.

Miquel-Sen


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Por Ines Butrón
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